Pese a que algunas personas lo
consideran un juego de niños, el negocio bancario, ajustado a los estándares
tradicionales, es sumamente complicado. La actividad de intermediación financiera
lleva a cabo el proceso mágico de transformar recursos de los depositantes,
disponibles para estos, en préstamos ilíquidos a largo plazo. Hasta ahora,
antes de los mecanismos “peer to peer” facilitados por las nuevas tecnologías,
ese canal crediticio jugaba un papel crucial, casi ineludible, para el desenvolvimiento
y el avance de la economía.
Para poder desempeñar adecuadamente
esa función son necesarias ciertas condiciones: estabilidad de los depósitos, acertada
evaluación del riesgo por las entidades bancarias en su calidad de
prestamistas, fuentes de liquidez en caso de demanda de sus recursos por los
depositantes, solvencia de los prestatarios y, en su caso, adecuada cobertura
de los riesgos identificados, y una sólida base de capital de los
intermediarios financieros para cubrir pérdidas inesperadas.
Aun cuando un entidad puede ser
solvente, es decir, que tenga unos activos suficientes para atender todas sus
deudas, en caso de liquidación ordenada, una eventual retirada masiva de
depósitos la pueda colocar en una situación insostenible, si no dispone de fuentes
de liquidez suficientes. Las temibles “corridas bancarias”, ante el temor de no
recuperar depósitos no asegurados, puede dar al traste con el más pintado. La utilización
de los depósitos como base para la concesión de créditos se vuelve en contra de
los prestamistas.
El sistema financiero, además de
verse afectado por potenciales problemas con una base real, se encuentra expuesto
a otros problemas originados por la psicología de las masas. Esta puede dar lugar
a que una mera situación aparente o ficticia desemboque en una crisis
ingobernable. Terry Smith cuenta una anécdota bastante ilustrativa al respecto[1].
El episodio se produjo a principios de la década de 1980, en Hong Kong, en un
contexto de incertidumbre sobre el futuro de la excolonia británica. Había allí
un banco local que tenía desplegado un toldo delante de su ventana principal
como elemento de protección del sol. Cerca había una parada de autobús. Un día,
ante un fuerte aguacero, la cola de pasajeros del autobús se desplazó hacia el
toldo para guarecerse de la lluvia. En la atmósfera febril entonces imperante,
los transeúntes que pasaban por allí creyeron que aquello era el inicio de una “corrida
bancaria” y, como resultado, pronto comenzó una de verdad.