Pensándolo bien, los museos son una prodigiosa máquina del tiempo (y del espacio) que, sin desplazarnos en el eje temporal (si es que realmente existe), concentra en un mismo espacio y en un mismo momento obras de arte, piezas u objetos de diversa naturaleza datados en fechas distintas. Los museos, como otros muchos elementos del ámbito de la cultura, se prestan a la aplicación del análisis de formas sugerentes[1].
Son
ya muchos los estudios dedicados a este campo temático de la Economía de la
Cultura, entre los que encontramos algunos dedicados específicamente al análisis
de los museos. En uno de ellos se señala que “los museos pueden ser vistos como
unidades productivas –“empresas”- que, con vistas a alcanzar ciertos objetivos,
se implican en la transformación, vía una tecnología de producción, de insumos
en una combinación de productos que son valorados por otros”[2].
Sin
adentrarnos en este tipo de análisis, una reflexión básica nos llevaría a
postular que, aparte de la función esencial de conservación inherente a un
museo, este tiene una misión económica fundamental: transformar bienes
potencialmente individuales y exclusivos en bienes colectivos que, aunque
sujetos a exclusión, pueden ser disfrutados por muchas personas, de la misma o
de distintas generaciones.
[1] Atrás
quedó el proyecto orientado a la interrelación Cultura-Economía que trató de ponerse
en marcha desde el Instituto Econospérides (Microsoft
Word - DT 2 Indice (econosperides.es)¸extoikos18).
[2] Vid. Peter Johnson y Barry Thomas, “The
Economics of Museums: A Research Perspective”, Journal of Cultural Economics
22: 75–85, 1998.