La utilización de
los impuestos con la finalidad de recoger, en el coste afrontado por los consumidores,
los efectos externos (perjuicios a terceras personas) ocasionados por sus
acciones es una de las celebradas contribuciones de la teoría de la Hacienda
Pública. A. C. Pigou, dese hace aproximadamente un siglo, atesora el mérito de
su discernimiento analítico.
El tabaco es uno
de los “bienes” cuyo consumo origina importantes efectos externos, aparte, por
supuesto, de los internos. Bastante antes de la aparición de las tesis
pigouvianas, Ramón Santillán, uno de los más notables personajes históricos de
la hacienda pública española, sin detenerse en profundas disquisiciones teóricas,
parecía tenerlo bastante claro. A mediados del siglo diecinueve, escribía lo
siguiente: “Más nocivo que provechoso para la salud del hombre, el tabaco,
desde su aparición en Europa, se ha presentado en todas partes como la materia
más exenta de inconvenientes para soportar una fuerte imposición”. También, en
cierto modo, de sus escuetas palabras se desprendería algún atisbo de la regla
de la elasticidad inversa, que establece la aplicación de un elevado gravamen a
aquellos bienes con una baja elasticidad de la demanda respecto al precio.
La fiscalidad que
recae sobre el tabaco es ciertamente alta, de manera que, en el caso de los
cigarrillos, aproximadamente un 80% del precio pagado por el fumador
corresponde a carga impositiva, como se puede apreciar en el ejemplo recogido
en el gráfico adjunto. No obstante, es bien sabido que, en algunos casos, como
el del tabaco, ni siquiera una fuerte fiscalidad es suficiente para frenar su
consumo. Los impuestos superan, en distintos supuestos, a la regulación como forma
de intervención pública. No es ésta la situación en relación con el tabaco.