se ha articulado la teoría que justifica la intervención del sector público en la economía. Uno de esos fallos más relevantes corresponde a aquellos casos en los que el precio pagado por un agente, en conexión con una actividad económica, no incluye el coste de las repercusiones que se originan para otras personas. Son los denominados efectos externos negativos y dan lugar a que la actividad óptima desde un punto de vista individual no coincida con la óptima desde un punto de vista social.
Hace un siglo, un eminente economista británico, Arthur Pigou,
fundamentó la utilización de impuestos -fijados en una cuantía equivalente a la
del perjuicio social causado- de manera que el efecto externo se estuviera
teniendo en cuenta al adoptar las decisiones económicas de producción y
consumo.
Años más tarde, otro economista británico, Ronald Coase,
revolucionó el panorama teórico al poner de relieve que, en realidad, el
problema de las externalidades viene originado por la inexistencia de derechos
de propiedad sobre los recursos afectados, y que podrían alcanzarse soluciones
de mercado, negociadas entre las partes, siempre que se pudieran atribuir tales
derechos de propiedad. Así, si alguien pudiese impedir que una empresa
realizara emisiones contaminantes sin contar con la debida autorización, se
pondría fin a su uso indiscriminado. El Estado lo tiene bastante fácil.
La idea sirvió como inspiración para la creación de un mercado de
derechos o permisos de contaminación. El Estado fija cada año el volumen de
contaminación máximo permitido, como una especie de cupo, y emite los
correspondientes derechos. Para poder efectuar emisiones contaminantes, las
empresas han de estar en posesión de los permisos necesarios, que podrán comprar
en el mercado primario o bien en el secundario, adquiriéndolos de otras
empresas que los hubiesen obtenido anteriormente y que ahora no necesiten hacer
uso de ellos, por menor producción o por haber adoptado unas tecnologías menos
contaminantes.
Cuando, hace más de 30 años, explicaba el anterior esquema en
clase, algunos alumnos se mostraban escépticos, al considerar que se trataba de
una mera elucubración teórica. Sin embargo, desde hace tiempo rige en la Unión
Europea (UE) un régimen de comercio de derechos de emisión. Aunque los
economistas propugnan que un impuesto sobre el CO2 es la fórmula idónea
para combatir las emisiones de gases de efecto invernadero, consideran que los
derechos de emisión constituyen una alternativa equivalente. Se trata, en
definitiva, de conseguir, por una vía o por otra, que cuando tiene lugar una
actividad económica se incorpore el coste del efecto contaminante. La clave
radica en encontrar el precio adecuado para que la cuantía de las emisiones se
ajuste al patrón buscado.
Indudablemente, no se puede perder de vista la incidencia de pasar
de una situación en la que se computaba un coste nulo o reducido por la
contaminación a otra en la que hay que hacer frente a cuantías significativas.
Una vez que éstas se incorporan, es inevitable que haya distintas consecuencias
para la producción, el consumo, los beneficios empresariales y los presupuestos
familiares. Ahora bien, los recursos obtenidos por las arcas públicas pueden
ser empleados para atenuar el impacto durante la fase de transición.
En los últimos meses, el precio de los derechos de emisión de
carbono viene registrando una notoria escalada en la UE. A primeros de
diciembre de 2021, había alcanzado la mayor alza diaria en términos absolutos,
llegando a superar los 90 euros por tonelada de emisión. Ante la progresiva
reducción del número de permisos disponibles, cabe esperar que su precio se
eleve a lo largo de los próximos años, en los que se espera alcance los 200
euros. Este incremento vendría a reforzar la viabilidad de los proyectos de
inversión en tecnologías emergentes basadas en energías renovables. No
obstante, el ascenso reciente de los permisos de emisión se ha visto en gran
parte impulsado por los precios del gas. Su aumento ha llevado a que los
productores de energía hayan pasado a utilizar fuentes de energía más baratas,
pero más contaminantes, como el carbón, aumentando así la demanda de permisos.
Los conflictos de objetivos se manifiestan también, sobre todo a corto plazo,
en el campo de la política energética.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)