La motivación de la rentabilidad no se limita a los
tenedores de activos financieros. Aun como metáforas y con trascendencia en
ocasiones sólo en el plano espiritual, encontramos en la Biblia algunas alusiones
a ese concepto tan determinante de muchas conductas económicas y no económicas.
Hacia
el final de la Carta a los Filipenses, Pablo recurre a esa noción en un
contexto en el que incluso podríamos vislumbrar tenuemente el perfil de una
figura de agente financiero. Destaca el Apóstol que, desde que empezó su misión,
“ninguna iglesia, aparte de vosotros, me abrió una cuenta de haber y debe”.
Al hilo de esta constatación reconoce que había sido receptor de un subsidio para
cubrir sus necesidades vitales, pero declara convincentemente que “no es que
yo busque regalos, busco que los intereses se acumulen en vuestra cuenta”.
Asegura luego que, en compensación, por los donativos, “[su] Dios proveerá a
todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús”.
Salvando
las distancias metafóricas, no podemos dejar de intuir un cierto esquema quid
pro quo en las decisiones evocadas y, también en alguna medida, la imagen
del ciclo de vida de un producto financiero. Es evidente que cualquier producto
sustentado en poderes divinos y amparado en sus confortables garantías sería absolutamente
imbatible. Pese a ello, sería interesante preguntarle al intermediario bancario
o al agente financiero oferentes cómo podría gestionarse en un entorno con tipos de
interés negativos.