Por
distintas razones, algunas ciertamente comprensibles en épocas de restricción
de libertades, el recurso a los pseudónimos para la difusión de textos ha sido
una práctica inveterada. Hoy día sigue siendo bastante común, incluso en
sociedades donde prevalece la libertad de expresión. El empleo de un nombre
ficticio otorga un margen de actuación bastante mayor del que cabe atribuir a
ciertos estatus y posiciones profesionales, ya sean públicas o privadas. Puede
también responder a una estrategia de mero divertimento o entretenimiento.
Algunas escritoras, sin embargo, han recurrido a esa estratagema en contextos
sociales llenos de cortapisas y prejuicios respecto al ejercicio del oficio
literario por parte de mujeres. El recurso a un nombre masculino venía a ser un
salvoconducto para eludir unas barreras de otro modo inexpugnables.
En todo
caso, una cosa era evidente en una sociedad en la que, por el simple hecho de
ser mujer, una escritora pudiera verse frenada o discriminada: quien, a pesar
de un entorno adverso, lograse triunfar, tenía que haber acreditado unas
cualidades excepcionales o extraordinarias, al menos según los estándares de
apreciación general o especializada.
A pesar de
la supuesta consolidación de los valores democráticos y del principio de
igualdad de oportunidades, a tenor de las muchas opiniones que se expresan en
tal sentido, la mujer sigue siendo objeto de discriminación frente al hombre.
El fomento de la denominada política de diversidad, con especial énfasis en la
perspectiva de sexo, responde a esas preocupaciones. Incluso se justifica
abiertamente la política de discriminación positiva (¡Vaya oxímoron!). Esta
política antepone los resultados finales, partiendo de la premisa de que la
igualdad de oportunidades no es una alternativa válida ni eficaz.
Como en el
caso de otras políticas públicas, pueden darse, sin embargo, algunos efectos no
intencionados. La queja por parte de miembros de colectivos distintos de los
que son objeto de discriminación positiva es uno de ellos. Así, hay personas
que no aceptan fácilmente que ellas puedan verse afectadas, a escala
individual, por un problema de escala global, y consideran que, en la práctica,
sufren una discriminación (negativa, huelga recordar). A este respecto, puede
surgir la duda de si, ante la elección de una persona perteneciente a un
colectivo discriminado positivamente, se pueda estar sacrificando otra opción
superior de alguien no integrante de dicho colectivo. Otro efecto está ligado a
las presunciones y a las percepciones. ¿Puede crearse artificialmente la
necesidad de que una persona perteneciente a un grupo preferente tenga que
demostrar que posee méritos intrínsecos más allá de su propia condición identitaria?