Cada mes de
octubre, algún economista (en ocasiones, como parte de un binomio o de un trinomio)
accede al Olimpo a raíz del otorgamiento del Premio Nobel de Economía, a veces,
curiosamente, incluso sin pertenecer formalmente a ese campo científico. La
recepción de un galardón tan prestigioso a escala mundial confiere a los
premiados un estatus sumamente especial, rayano en lo celestial. Huelga señalar
que, más allá del alcance de las investigaciones y aportaciones que son objeto
de reconocimiento, cualquier manifestación de una de esas egregias figuras sobre
los problemas económicos y las medidas para solucionarlos tiende a ejercer una
enorme influencia sobre la opinión pública y las orientaciones que puedan
adoptar los policy makers.
Sin embargo,
uno de los primeros en recibir el preciado galardón, en su discurso de la
ceremonia de entrega, alertaba sobre ciertas peculiaridades asociadas a la
ciencia económica. El personaje en cuestión era Friedrich von Hayek, quien,
después de agradecer cortésmente el reconocimiento recibido, confesaba que “si
hubiese sido consultado sobre el establecimiento de un Premio Nobel en Economía,
habría recomendado decididamente no llevarlo a cabo”[1].
La causa
esgrimida no era otra que “el Premio Nobel confiere sobre un individuo una
autoridad que en Economía ningún hombre debería poseer. Esto no importa en las
ciencias naturales. Aquí la influencia ejercida por un individuo es
principalmente una influencia sobre sus colegas expertos; y éstos pronto le
bajarán los humos si se excede de sus competencias. Pero la influencia del
economista que más importa es una influencia sobre profanos: políticos,
periodistas, funcionarios y el público en general. No hay ninguna razón por la
que un hombre que ha hecho una contribución distintiva a la ciencia económica
deba ser omnicompetente sobre todos los problemas de la sociedad -como la
prensa tiende a tratarlo hasta que, al final, él mismo puede ser persuadido a
creerlo”[2].
Efectivamente,
suelen ser bastante peligrosos los economistas que pretenden hacer gala de esa “omnicompetencia”.
Pero, como la evidencia empírica corrobora, no es condición necesaria ser
economista para atribuirse esa "macrocapacidad".