Desde que, hace años, una tarde de otoño, las vi llegar, no suelen faltar a su cita vespertina, al menos cuando tengo la oportunidad de constatarlo. Siempre las dos en vuelo acompasado, o también, a veces, en incursiones solitarias. Su imagen transmite una sensación de paz y de armonía; es como si el tiempo se ralentizara y se activaran percepciones que estaban dormidas. Es una dicha disfrutar de su compañía, más, si cabe, por ser tan dosificada y comedida. Ellas y sólo ellas son las que controlan el tiempo, las que dominan el espacio, las que marcan el ritmo y modulan la cadencia de las imágenes.
La otra tarde, mientras paseaba, vi
a una de ellas en un sitio inusual. Como un enigmático vigía, custodiaba la
estancia donde, según se cuenta, permanece día y noche un antiguo investigador académico, de edad bastante avanzada, que,
hace años, como una especie de Quijote moderno, quedó trastornado de tanto leer
novelas policíacas. Sólo sale de su guarida para investigar algún misterio. La
última vez que lo vi me dijo que era Kurt Wallander, y me preguntó si había
tenido recientemente noticias de Enid Blyton. Me quedé desconcertado, sin saber
qué responderle, pues no sabía si me hablaba en serio o no. Ante mis dudas, me
exhibió una nota manuscrita en inglés, en la que alguien que firmaba como “E.
B.” decía haber sido objeto de un secuestro, y que su vida corría peligro. Le prometí que estaría atento y
que le comunicaría cualquier indicio que pudiera encontrar. Aproveché para
pedirle que le transmitiera mi gratitud a las tórtolas, que, según me dijo,
acuden cada tarde a su buhardilla, y conversan con él.
Me quedé luego pensando, pues me sonaban de algo los dos nombres que me dio, pero no logro recordar quiénes pueden ser.