Después de mucho
tiempo, hace poco tuve un reencuentro con un amigo de la juventud, hoy a punto
de jubilarse como profesor universitario, algunos años antes del límite de
actividad establecido por la legislación vigente para funcionarios docentes.
Atrás deja toda una vida dedicada a la docencia y a la investigación en el
campo de la Biología. Decía sentirse bastante satisfecho por el trabajo
realizado en ambas vertientes, lo que viene avalado por su brillante
trayectoria, bien valorada en los círculos académicos de su especialidad. Esos
logros han sido, sin embargo, a costa de una serie de sacrificios en diversos
planos. En particular, me confesaba que, durante años, había tenido que
convivir con el sinsabor de haber sido un egoísta, que había antepuesto sus prioridades
profesionales a otros aspectos de la vida familiar, según distintas apreciaciones
recibidas. La acusación reiterada de egoísmo viene ahora a pasarle factura al
hacer balance de su aventura vital.
Realmente no supe
qué decirle, más allá de recurrir al tópico del coste de oportunidad. Es uno de
los pocos conceptos utilizados por los economistas que apenas se presta a
discusión, lo que no impide, curiosamente, que, con notable frecuencia, se
utilice impropiamente por no economistas, e incluso, a veces, hasta por quienes
dicen serlo.
Lamento no haber
caído entonces en las aportaciones de Ayn Rand sobre el egoísmo, que, con
independencia de que nos adentremos en su perspectiva filosófica, pueden servir
de rearme moral para aquéllos que, tal vez en parte injusta o erróneamente, han
sido alguna vez acusados de egoístas.
Para Rand, “En
su uso popular, la palabra egoísmo es sinónimo de maldad… Sin embargo, [su]
significado exacto es: ‘Preocupación por los propios intereses de uno’. Este concepto
no incluye una evaluación moral; no nos dice si la preocupación por los
intereses de uno es buena o mala”. Y añade que “El altruismo declara que cualquier
acción realizada en beneficio de otros es buena y que cualquier acción realizada
en beneficio de uno mismo es mala. Así que el beneficiario de una acción es el
único criterio de valor moral…, y, mientras el beneficiario sea cualquiera
excepto uno mismo, todo vale”.
Verdaderamente
desafiantes y controvertidos son los argumentos esgrimidos por la autora de “La
rebelión de Atlas”, y precisan ser sopesados con calma, a fin de calibrar en
qué medida está justificado un título tan expresivo: “La virtud del egoísmo”
(Ediciones Deusto, 2021).
Por ahora,
simplemente me limitaré a remitirle este breve texto, por correo electrónico,
al eminente biólogo, que, probablemente, por tierras asturianas, camine en
solitario hacia Santiago. Seguramente podrá abstenerse de comprobar la bandeja
de entrada de su correo, pero no de escudriñar las manifestaciones de la vida
que saldrán a su encuentro en rutas para mí sólo imaginarias.