El
título de un artículo juega un papel muy importante. Las razones pueden ser
variadas. La elección de un rótulo apropiado (inapropiado) puede ser un potente estímulo (freno) para
la lectura, un ejercicio de economía del lenguaje capaz de sintetizar el
mensaje principal, o tal vez un fogonazo que induzca a la reflexión personal.
Algunos de estos aspectos pueden resultar, a la postre, mucho más valiosos que
el propio contenido. Este es, en mi opinión, el caso en relación con el último
artículo de Tim Harford en su columna semanal, que, no obstante, también aporta aspectos de interés en
otros apartados[1].
¿Puede
uno cambiar su personalidad a lo largo de su vida? ¿Somos de adultos, en la
etapa de plena madurez, la misma persona que éramos cuando comenzábamos la
adolescencia? ¿Sabemos en realidad quiénes somos? ¿Estaba escrito que llegaríamos a ser tal
cual somos?
A
mi entender, estas preguntas se antojan de respuesta cada vez más difícil a
medida que caen las hojas del calendario. Así lo creo, pero también cada día
estoy más convencido de que nuestro destino ha sido el producto de una ruta
incierta, plagada de innumerables peligros y celadas. Algunas de éstas quizás
han podido superarse; otras, no tanto. Al vislumbrar la senda de la trayectoria
vital en retrospectiva ahora se perciben más claramente y es cuando se toma
conciencia de lo finos que eran los hilos de los que dependía que siguiéramos
por un camino o por otro. Muchas son las fuerzas que han actuado en ese largo
deambular; muchos también, los acontecimientos que han ido moldeando nuestra
personalidad. Ninguna persona es igual a otra, ni ninguna se enfrenta a las
mismas condiciones en su entorno. Quien reparte las cartas no se preocupa por
que los jugadores tengan una partida equilibrada, y, mucho menos,
igualitaria.
Tim
Harford, a partir de una de las investigaciones reseñadas, plantea algunas
interesantes consideraciones, especialmente la siguiente: “Instintivamente
atribuimos diferencias entre personas a diferencias en su personalidad, cuando
mucho de lo que rige nuestro comportamiento depende de la situación en la que
nos encontramos”.
También
es interesante la referencia incluida a otra investigación en la que se compara
la personalidad de individuos de 77 años de edad con la que tenían a la tierna
edad de 14 años. En dicho estudio se compara la evolución personal respecto a
una serie de variables (autoconfianza, perseverancia, equilibrio del estado de
ánimo, minuciosidad, originalidad, deseo de alcanzar la excelencia, y
confiabilidad). Se concluye que apenas hay correlación entre las
personalidades, medidas según tales rasgos, a los 14 y a los 77 años. No
obstante, un análisis más detallado pone de manifiesto que una de las
características personales, el equilibrio del estado de ánimo, muestra
estabilidad, al igual que, en menor medida, la minuciosidad[2].
Los
autores recuerdan que la personalidad está sujeta a una serie de cambios relativamente
pequeños a lo largo de la vida, y que, como resultado de ese cambio gradual, la
personalidad parece relativamente estable en intervalos cortos. Sin embargo,
cuanto más amplio es el intervalo temporal entre dos valoraciones de personalidad,
menor tiende a ser la relación entre las dos.
A
medida que pasa al tiempo se va difuminando la imagen de aquella persona que
creíamos ser. ¿Nos reconoceríamos a nosotros mismos, si pudiésemos retroceder
en el tiempo? ¿Nos reconocería ahora si hiciera lo propio, en sentido
contrario, aquel niño que un día fuimos? ¿Qué le diríamos si tuviese la
oportunidad de reemprender su camino en un nuevo libro con páginas en blanco?
[1] “Can youy really change
your personality?”, Financial Times, 14 de mayo de 2021.
[2] Vid. W. Johnson, e I. J. Deary, “Personality
stability from age 14 to age 77 years”, Psychology and Aging, vol. 31, nº 8,
2016.