Hace ya algún tiempo, en una entrada de este blog (27-9-2017), hacía alusión a la contribución de YouTube al “fin de las élites musicales”. No puede decirse que esa posibilidad pueda sostenerse de manera general y, aún menos, automática. Así, a la extremada falta de calidad de imagen y de sonido de algunos vídeos se suman otras barreras. La interrupción con anuncios publicitarios en cualquier momento de la emisión de un concierto es una de primer orden. Otras interrupciones no son imputables al medio, sino a no seguir los consejos de quienes recomiendan poner los dispositivos móviles en modo “avión” durante algunas excursiones o incursiones personales, de todo punto necesarias, al menos de vez en cuando.
En cualquier caso, las emisiones de los “BBC Proms” son un espectáculo incomparable, una fabulosa válvula de escape para quienes no tienen la posibilidad de emprender viajes culturales reales, algo cada vez más complicado en esta aciaga época pandémica.
No era éste, sin embargo, el objeto previsto de estas líneas, sino otro de carácter más estructural desde la perspectiva de un espectador: ¿cómo debe sentirse más confortable ante el concierto que se avecina, cuando el director (o la directora) de orquesta prescinde totalmente de la partitura, que ni siquiera tiene a su alcance, o cuando la tiene ante sí, con un seguimiento visualizador accesorio o incluso minucioso?
Es impresionante cómo un conductor de orquesta puede llegar a interiorizar todos y cada uno de los movimientos de sinfonías completas, dentro de un repertorio tan vasto como complejo. Esa era la reflexión que me hacía mientras Barenboim marcaba los compases de la novena sinfonía de Beethoven. El coro estaba a punto de empezar a interpretar el movimiento sublime cuando lamenté no haber seguido las recomendaciones de seguridad logística.