La medición del bienestar individual y colectivo es una especie de santo grial que marca una búsqueda incesante, a lo largo de siglos, llevada a cabo por los economistas y otros científicos sociales. En realidad, pretender medir exógenamente el bienestar o la felicidad de una persona es una meta más bien quimérica, en la medida en que cada individuo es -o, al menos, cabe esperar que lo sea- el mejor juez de su propia situación.
En todo caso, no es una tarea estéril tratar de encontrar indicadores que puedan reflejar lo más fidedignamente posible el estado de una colectividad en su conjunto, a fin de poder hacer comparaciones a lo largo del tiempo o entre distintos grupos. Los indicadores podrán ser más o menos expresivos, pero, si la cosa queda ahí, no habría mayores problemas que los derivados de su grado de fiabilidad. El peligro puede surgir cuando algún régimen, político, grupal o de otra naturaleza, se atribuya la facultad de interpretar los cauces y los contenidos de la felicidad de las personas. Las experiencias resultantes, en distintas escalas, pueden llegar a ser aterradoras.
Al margen de esta cuestión fundamental, son numerosos los enfoques y abundantes los escollos metodológicos para la cuantificación del bienestar personal. No es el propósito de esta entrada adentrarnos ahora en ese terreno, sino traer a colación una curiosa forma de aproximación al grado de felicidad de una sociedad por una vía un tanto insospechada, completamente ajena al marco de las cuentas económicas nacionales, como es la del vocabulario empleado en los textos escritos.
Al escribir estas líneas no he podido evitar evocar cómo Lucio Ségel se mostraba entusiasmado ante las posibilidades que los programas informáticos lanzados por Apple abrían para el análisis de textos. En su estudio abuhardillado situado en los aledaños de la Plaza de la Merced fue cuando me maravillé por primera vez del sensacional Macintosh Plus, que me cedió para la edición de algunos de mis trabajos académicos. Corrían los años ochenta. Sobre su uso recibí luego las doctas lecciones del añorado Julián Martínez, editor magister. Años después, en su estancia en la Universidad de Heidelberg, Lucio Ségel desarrollaría sus innovadoras tesis sobre el metalenguaje.
Las palabras -solía decirme con tono pausado- son elementos multifuncionales. Ante mi obsesión por discurrir siempre encima de la tabla de salvación de los significados exactos y cartesianos, me hacía ver cómo éstos podían llegar a ser meros comparsas. Las palabras podían ser agentes encubiertos transportando claves ocultas, notas de una partitura musical, piezas de un mecano, cuentas de un collar sujetas con un hilo invisible, o meros caprichos estéticos o sonoros. Todo eso y mucho más. Las palabras tienen vida propia más allá de su condición de instrumentos para la transmisión de información. Fue una lección que me costó trabajo asimilar.
Pero ahora, después de tanto tiempo, el enfoque del nuevo “Índice Nacional de Valencia” no se me antoja sino como una mera prolongación de las tesis segelianas. Un equipo de investigadores, integrado por Thomas Hills, Chanuki Illuska Seresinhe, Daniel Sgroi y Eugenio Proto, han desarrollado un marco para realizar una aproximación cuantitativa a la felicidad a lo largo de la historia (“What make us happy? We analysed 200 years of written text to find the answer”, The Conversation, 16 de octubre de 2019). El enfoque se basa en el análisis de millones de libros de ficción y no ficción, así como de periódicos, publicados en los últimos 200 años. Para ello utilizan un algoritmo con vistas a calibrar el estado de felicidad o de infelicidad de los escritores en el momento de plasmar sus textos.
A tal efecto llevan a cabo un “análisis del sentimiento”, que pretende medir la frecuencia con la que un autor usa palabras positivas y negativas para expresar una actitud emocional. Tales investigadores han creado el “Índice Nacional de Valencia”.
Como destaca The Economist (“Reading between the lines”, 19-10-2019), los autores buscan en los textos palabras a las que se ha asignado una “valencia” psicológica, esto es, un valor que representa cómo de emocionalmente positiva o negativa es una palabra.
El estudio de Hills et al. llega a concluir lo que ellos mismos consideran aspectos remarcables: de un lado, que el PIB ejerce realmente una influencia marginal sobre el bienestar, en la medida en que ha crecido mucho en los últimos 200 años, pero el bienestar ha subido y bajado extraordinariamente a lo largo de ese período; de otro, que el bienestar muestra resiliencia a eventos negativos a corto plazo.
Hay otro aspecto remarcable, pero que quizás no necesitaba de demasiado contraste, aunque, desgraciadamente, son muchos los episodios para la verificación: es una experiencia bélica la que origina las mayores caídas en el bienestar. En promedio se requiere un aumento del PIB del 30% para restituir la merma de felicidad ocasionada por un año de guerra.
En caso de que algunos de mis textos entre en el saco de los millones de escritos que se analicen en un futuro, estoy convencido de que, con independencia del estado de ánimo de cada momento, el programa analítico tendría que percibir necesariamente la magia incomparable de la entrada, hace ya más de treinta años, al mundo de los Macs.