Francis Fukuyama es uno
de los politólogos más acreditados de las últimas décadas, autor de obras de
gran interés sobre la evolución de los sistemas políticos. Adquirió notoriedad
internacional especialmente a raíz de la divulgación de su conocida y controvertida
tesis acerca del “fin de la historia”. El hecho de que en su libro “Identity.
The demand for dignity and the politics of resentment”, publicado en 2018,
tenga que dedicar unos párrafos a explicar la interpretación de la misma es un
buen indicativo de que no había sido entendida del todo. Según manifiesta, no
se refería a la terminación de la historia como tal, sino a una tendencia
evolutiva, como resultado más verosímil, hacia un estado liberal asociado a la
economía de mercado.
Pese a esa
identificación efectuada en 1989, constata ahora que, contrariamente a las
expectativas, desde mediados de la primera década del presente siglo se observa
un retroceso de los sistemas democráticos en el mundo. La clave explicativa de algunos
de los fenómenos políticos observados radica en un elemento psicológico, el “thymos”,
la parte del alma que anhela el reconocimiento de la dignidad propia. Las
democracias liberales modernas garantizan un nivel mínimo de igualdad de
derechos, pero no que exista en la práctica una igualdad de respeto,
particularmente para los grupos con una historia de marginación. Según
Fukuyama, el auge de la política basada en la identidad es una de las
principales amenazas que afrontan las democracias liberales modernas, y sostiene
que, a menos que recuperemos alguna fórmula para un tratamiento universal de la
dignidad humana, nos veremos inmersos en un conflicto continuo.
El analista
estadounidense subraya el contraste entre las motivaciones políticas dominantes
en el siglo veinte y en la segunda década del siglo veintiuno: mientras que entonces
existía una tensión, entre la izquierda y la derecha, entre mayor igualdad y
mayor libertad, ahora la pugna radica en la defensa de los intereses de
colectivos considerados marginados y la protección de la identidad nacional,
respectivamente. A partir de la percepción de la falta del debido
reconocimiento a la dignidad de diversos grupos se ha levantado lo que denomina
la “política del resentimiento”, en la que prevalece la carga emocional, predominante
respecto a los intereses económicos.
La corriente principal
de la Economía, basada en el comportamiento de seres humanos racionales
maximizadores de su utilidad, se ve limitada, a juicio de Fukuyama, puesto que
elude otros aspectos básicos de la naturaleza humana. En el “thymos” se
sustenta gran parte de las políticas de identidad de la actualidad, impulsadas
por la búsqueda del reconocimiento igualitario por colectivos que han sido
objeto de algún tipo de marginación.
La importancia concedida
a la dignidad le lleva a sugerir que una renta universal garantizada como
solución a la pérdida de empleo por la automatización no asegurará la paz
social ni propiciará la felicidad de la gente. En este apartado, el estatus
relativo resulta más importante que el estatus absoluto. Asimismo, los estudios
de psicología económica ponen de relieve que los individuos muestran un
especial pavor a perder lo que ya tienen. Les preocupan más las posibles
pérdidas que no obtener posibles ganancias. Así, el grupo políticamente más
desestabilizador tiende a ser la clase media, ante el temor a verse privada de
su estatus. La amenaza percibida por sus integrantes ayuda a explicar el auge
del nacionalismo populista. En algunos países, la percepción de la
invisibilidad de la clase media por parte de las élites ha sido quizás el
principal factor.
La política de
identidad moderna nace cuando muchas personas comienzan a pensar sobre sus
fines y prioridades en términos de la dignidad de los grupos a los que pertenecen.
Fukuyama llama la atención sobre una significativa transformación ideológica. Tras
quedar excluidas de la agenda la revolución comunista y la supresión de la
propiedad privada, la izquierda política, si bien ha seguido propugnando la
igualdad, ha cambiado su énfasis en las condiciones de la clase trabajadora por
demandas, a menudo de carácter psicológico, a favor de círculos cada vez más diversos
de colectivos marginados.
Mientras que el
marxismo clásico había aceptado muchos de los pilares de la ilustración
occidental, como la creencia en la ciencia y la superioridad de las sociedades
modernas frente a las tradicionales, la nueva izquierda -apunta Fukuyama- ha
adquirido un carácter más nietzschiano y relativista, atacando al cristianismo
y los valores democráticos sobre los que se había asentado la ilustración. Al
propio tiempo, las críticas vertidas a determinadas corrientes político-religiosas
por su intolerancia y su carácter iliberal tienden a ser minimizadas bajo el
estandarte del antirracismo.
El politólogo
norteamericano considera que el énfasis en la identidad es una tendencia
comprensible y necesaria como forma de combatir la injusticia, pero puede
llegar a ser problemática cuando la identidad es interpretada o planteada de
ciertas formas específicas, al igual que cuando lleva al olvido de otros
problemas más comunes. Y otro escollo surge cuando, por la vía de la
“corrección política”, se coarta la libertad de expresión y, más generalmente,
la clase de discurso racional necesario para sostener la democracia. Y, por
supuesto, poner el foco de atención en círculos cada vez más reducidos nos
lleva a preguntarnos hasta dónde cabe llegar en la concreción de
características distintivas. ¿Existe alguna dimensión mínima para establecer
una identidad? Hay minorías soslayadas que merecen un justo reconocimiento,
pero existe también el riesgo de desatención de otros grupos, bien de forma
real o percibida por sus miembros.
Fukuyama estima que el
remedio no debe ser abandonar la idea de identidad, sino definir identidades
nacionales más amplias e integradoras. Crítico implacable de Trump, apunta como
reto, respecto a la Unión Europea, la mejora del control de sus fronteras
exteriores, y respalda el establecimiento de requerimientos más estrictos para el
otorgamiento de la nacionalidad. La identidad nacional comienza con una
creencia compartida en la legitimación del sistema político del país, y un
sistema político democrático se basa en un contrato entre gobierno y ciudadanos
en el que existan obligaciones para ambas partes.
(Artículo publicado en
el diario “Sur”)