3 de octubre de 2018

Los riesgos de las publicaciones científicas: el caso de las revistas predatorias

Quienes están o han estado implicados en una carrera académica conocen bien la importancia de ir acumulando publicaciones, preferiblemente en las revistas de mayor reconocimiento y prestigio. Aunque sea una palabra maldita, su uso es útil y hasta inevitable para describir un sistema de funcionamiento, o, más concretamente, el proceso para la determinación de la producción de un bien o un servicio. Existe un “mercado” para las publicaciones de carácter científico: hay una demanda -supuestamente de obras originales de calidad- por parte de los editores; también, una oferta, proveniente fundamentalmente de profesores universitarios y de otros investigadores.

Las fuerzas que actúan sobre la oferta hacen que ésta sea abundante y heterogénea. Las publicaciones son la llave del éxito académico y también incluso un reclamo para exonerar a los profesores total o parcialmente de su “carga” docente. Cuando ocurre esto, no hace falta decir mucho más respecto a la consideración que se otorga a esta otra vertiente de la actividad universitaria.

Dado que más allá del autocontrol, o de los filtros establecidos en origen por los centros de investigación, no es posible dilucidar “a priori” si un trabajo reúne los requisitos mínimos para merecer ser difundido en la comunidad académica, es práctica ya antigua, y cada vez más extendida, que los editores, antes de aceptar la publicación de un original, recurran a un procedimiento de evaluación. Ésta se basa en los informes emitidos por especialistas de los campos correspondientes, por los denominados “pares” (“peer review”). Naturalmente, para que el proceso garantice un resultado adecuado, es decir, que no se rechacen buenos trabajos ni se acepten otros sin calidad suficiente, es necesario que se cumplan algunas condiciones, entre ellas las siguientes: i) competencias adecuadas del comité editorial; ii) respeto estricto de los principios de la ética científica; iii) capacidad científica contrastada de los evaluadores designados;  iv) que no se conozca la identidad de los evaluadores (evaluación anónima); y v) que los evaluadores no conozcan la identidad del autor (evaluación ciega).

Aun cuando se cumplan estos requisitos, diversos experimentos reales han puesto de relieve que el sistema tiene fallas, como lo demuestra la publicación en revistas especializadas de trabajos impostados bajo la apariencia de una impenetrable sofisticación. Por otro lado, el requisito de la “ceguera evaluadora” dista hoy muchas veces de su cumplimiento en la medida en que trabajos supuestamente inéditos sometidos a evaluación han circulado ya, con todo lujo de detalles, a través de documentos de trabajo u otros soportes. Y, por supuesto, es difícil valorar sin un conocimiento fidedigno si pueden darse prácticas de “lobbying” dentro de algunos círculos académicos influyentes que pudieran allanar el a menudo arduo camino de las publicaciones.

Evaluar rigurosamente un trabajo de investigación es una tarea compleja y costosa, sobre todo teniendo en cuenta que los especialistas a los que se encomiendan las evaluaciones no suelen dedicarse exclusivamente a dicha labor. Por tal motivo, algunas revistas muy solicitadas suelen poner trabas para el envío de originales, en la forma de cánones cuyo importe, en ocasiones, se retorna a los autores en caso de que los trabajos sean aceptados.

En definitiva, las revistas sujetas a evaluación desempeñan una función útil para la comunidad científica y para la sociedad; representan un indicio, una señal de que los textos publicados han superado los estándares académicos. En aquellas donde no se aplica el filtro evaluador no existe esa supuesta garantía de calidad. Sin embargo, ello no significa necesariamente que sus textos no la tengan, pero la tarea de su comprobación se deja a los lectores y, de antemano, estarán abocados al ostracismo y al desprecio por los más significados miembros de la academia.

El sistema de la “evaluación por los pares” no es perfecto, pero sin duda ofrece importantes ventajas, y no parece que vaya a suprimirse, sino más bien, aunque con matices, todo lo contrario. Y en un mercado tan singular como el descrito han comenzado a aparecer nuevos agentes que tratan de aprovechar las oportunidades existentes, fundamentalmente derivadas de la necesidad de publicación por parte de los investigadores. Así, hay ya empresas -e incluso gabinetes creados “ad hoc” por las propias universidades- que asesoran en el proceso de sometimiento a evaluación.

También han hecho acto de aparición nuevas revistas que operan de una manera un tanto “sui generis”. Se trata de proyectos editoriales muy proactivos, que, aprovechando las facilidades de información que brinda Internet, salen de caza. Las ponencias presentadas en congresos constituyen un buen punto de partida dentro de esa estrategia. Así, lo primero es hacer una incursión por las páginas web de foros recientes y localizar trabajos con apariencia aceptable. Lo siguiente, dirigirse por correo electrónico a los firmantes del trabajo y plantearles el interés de la revista en la publicación del documento, sujeto a la superación de una evaluación anónima y, accesoriamente, al pago de un derecho económico por el proceso de edición.

Dados los altos costes transaccionales y de gestión que conlleva lograr una publicación de corte académico, encontrarse con semejante opción es casi una bendición para cualquier investigador que trate de engordar su currículo. Si, además, la revista tiene un nombre respetable o hasta imponente, dispone de un sitio web y cuenta con una cierta trayectoria, con contenidos visibles y aparentemente meritorios, quién puede resistirse a esta alternativa tan tentadora. Los autores no conocen el importe del canon a desembolsar, pero cabe pensar que será de un importe moderado, a tenor del formato electrónico de la publicación. Probemos suerte, pues, confiemos en que los jueces no sean demasiado castigadores, esperemos el veredicto, y a otra cosa, mariposa, que queda mucho por completar el currículo.

Después de unas semanas de espera impaciente, llega por fin el correo del editor con la buena nueva de que la revista, tras el dictamen de evaluación, ha decidido aceptar el texto remitido. Resulta un tanto extraño que no se acompañen los informes de evaluación y que los evaluadores no hayan puesto ningún tipo de objeción. Bueno, realmente es lo que deseábamos en el fondo, podrían pensar los autores, que ya se esforzaron bastante, estiman, en su elaboración. La otra sorpresa es de otro tenor, aunque también incómoda en su expresión pecuniaria, ya que el coste, que supera los 1.000 dólares, excede claramente de las expectativas iniciales. Aun así, la realización de un análisis coste-beneficio (desembolso económico, casi exclusivamente, vs. publicación en una revista internacional) invita a confirmar el trato. Adelante, nuevo mérito al zurrón, el progreso académico continúa. La verdad es que esto de las nuevas tecnologías tiene una serie de aspectos positivos para los sufridos investigadores.

Pues bien, aunque nuestros investigadores han actuado de buena fe, en lugar de acumular un mérito han introducido sin querer una lacra en sus hojas de servicios, toda vez que han caído en las garras de una revista predatoria, una nueva especie surgida en las turbulentas aguas de las publicaciones académicas. No importa ya que su trabajo fuese de calidad aceptable; su trayectoria queda mancillada por el descrédito. La próxima vez, antes de disponerse a remitir un original, han de cerciorarse de que el medio no figura incluido en la lista de las nuevas aves predatorias. Y no les faltará razón, a aquellos preocupados estrictamente por la difusión del conocimiento, si consideran que es preferible decantarse por una publicación que explícita o implícitamente indica que no utiliza evaluaciones que por otra donde la evaluación sea simulada.

El semanario The Economist, en su número de fecha 23 de junio de 2018, hace un análisis del problema de las falsas evaluaciones en algunas revistas de orientación académica. El título es de por sí significativo, y podríamos traducirlo de la siguiente forma: “Publica sin que te veas condenado por ello”. En dicho análisis se destaca que un creciente número de revistas que proclaman que se rigen por el sistema de evaluación realmente no la llevan a cabo. Esto ha propiciado que muchos académicos tiendan a engrosar sus relaciones de publicaciones con trabajos que no habrían superado tal escrutinio. Nada menos que un total de 8.700 revistas engrosan la lista negra elaborada por algunos académicos, en tanto que el número de textos “cuestionables” se eleva, según recoge The Economist, a la cifra de 400.000 al año.

Ante este panorama anómalo y desconcertante, algunos investigadores, todavía en posición minoritaria, abogan por eliminar completamente el sistema de evaluación anónima, sustituyéndolo por un proceso de inspección totalmente abierto y transparente. Aunque es cierto que, como apunta The Economist, el anonimato suele ir acompañado de una mayor honestidad a la hora de emitir juicios y valoraciones, no son pocas las ventajas que tendría el esquema de difusión sin trabas y de evaluación abierta. Entre ellas, la de evitar los engorrosos trámites que supone un proceso de evaluación convencional, además de sus patentes deficiencias y limitaciones. La posibilidad de crítica plural sería altamente beneficiosa y, además, nada impediría, como de hecho hacen ya algunas plataformas, ofrecer la posibilidad de preservar la identidad de los comentaristas. Y, por qué no, siempre sería de agradecer la actitud vigilante de algún justiciero enmascarado que fuera competente, ecuánime, incorruptible e insobornable.

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