Hace tan solo unos años, con la publicación de la gran obra de Thomas Piketty “El capital en el siglo veintiuno” (2014), se produjo uno de los fenómenos editoriales más notables de los últimos tiempos. El hecho de que un libro de casi 700 páginas, escrito por uno de los jóvenes economistas contemporáneos más destacados, se convirtiera en un best seller es ciertamente destacable. Pero aún más apreciable ha sido su influencia social, su impacto en el estado de opinión mundial acerca de la dinámica del sistema capitalista y de las consecuencias de la desigualdad económica.
La obra de Piketty ha tenido una extraordinaria acogida en medios especializados y no especializados. Todo el mundo reconoce la envergadura del trabajo realizado. Especialmente desde determinados sectores se ha aplaudido su acérrima crítica al capitalismo, su llamada de atención sobre el problema de la desigualdad económica y su popular propuesta de establecimiento de un impuesto progresivo global sobre el patrimonio. No obstante, tampoco han faltado posiciones críticas que han cuestionado la posible simplificación de las leyes básicas del capitalismo divulgadas por Piketty y la consistencia de algunas de las bases estadísticas utilizadas.
Dentro de esta última corriente se inscribe la investigación realizada por Robert Arnott, William Bernstein y Lillian Wu (en adelante, Arnott et al.) y publicada en Cato Journal (vol. 35, nº 3, 2015). Estos autores consideran que el mensaje básico de Piketty está sesgado en varios aspectos, como resultado de errores fundamentales y evitables en sus supuestos básicos.
De su conocida hipótesis de que la tasa de rendimiento del capital invertido es superior a la tasa de crecimiento económico, Piketty deriva que las familias ricas lo serán cada vez más en las generaciones futuras, llevando a una sociedad dominada por la riqueza hereditaria. Arnott et al. consideran que esa lógica sería cierta solo si tales familias ricas nunca disiparan su patrimonio a través de diversas vías: gastos, donaciones, impuestos, inversiones fallidas y segregación entre porciones hereditarias.
Recurren a la evidencia empírica procedente de las listas de personas ricas publicadas por la revista Forbes para refutar el argumento de Piketty, sobre la base de que, según ellos, en cualquier momento, la mitad o más de la riqueza conjunta de los extremadamente ricos es de primera generación, no de procedencia hereditaria. A partir de dicho análisis concluyen que la acumulación de la riqueza dinástica es simplemente un mito.
Arnott et al. admiten que la desigualdad en la distribución de la riqueza se ha intensificado en el pasado reciente, pero discrepan de la fundamentación ofrecida por Piketty y recuerdan que la tasa de rendimiento del capital relevante es la neta de impuestos, gastos, división entre herederos, donaciones caritativas y otros métodos de utilización o agotamiento.
Argumentan que, si la acumulación de la riqueza dinástica fuese un fenómeno generalizado, habría que esperar poco cambio en la composición del ranking de Forbes año tras año. Pero, en lugar de ese rasgo, encuentran que hay una alta tasa de rotación. La riqueza agregada de los descendientes de los ricos que inauguraron la lista de Forbes era del 39% en el año 2014, lo que viene a implicar que el otro 61% proviene de una riqueza nueva.
En definitiva, Arnott et al. señalan que los ricos en su conjunto son más ricos, pero no por las razones esgrimidas por Piketty. La explicación radica en una combinación de nuevos ricos creadores de riqueza con el beneficio para los preexistentes derivado de una larga fase expansiva en los mercados de valores. Las valoraciones crecientes vienen en parte explicadas por la caída en los rendimientos del capital.