No lo ha habido al menos para la popularmente conocida como la amnistía fiscal del Ministro Montoro, medida puesta en marcha en el año 2012 y que, según opiniones cualificadas, no responde al prototipo de tal tipo de amnistía.
La reforma fiscal de la democracia se estrenó, en el año 1977, con una batería de medidas urgentes, entre las que se incluía la posibilidad de regularización voluntaria de las obligaciones fiscales correspondientes al año 1976, sin ningún tipo de recargo o sanción. Se introducía también la figura del delito fiscal.
Quizás muchas personas pudiesen pensar que se trataba de una buena medida para que los defraudadores confesaran sus pecados (algunos) e hicieran acto de contrición, ante la oportunidad de poner el contador a cero. Al fin y al cabo, atrás quedaba una larga etapa dictatorial, que, supuestamente, permitía esgrimir el argumento de que la falta de legitimación democrática justificaba escurrir el bulto tributario. Una vez que se construyera el nuevo Estado democrático y se levantara un sistema fiscal moderno respaldado por los representantes de la voluntad popular, ya no tendrían cabida, ni excusa alguna, incívicas conductas como las asociadas al fraude fiscal y a la evasión de impuestos. Si, entonces, alguien albergaba este tipo de expectativas, cuarenta años después puede añadir con propiedad, en su currículum, su condición de utópico.
¿Tiene sentido que, periódicamente, se ofrezcan oportunidades de regularización voluntaria a los defraudadores fiscales? El sentido común dicta que la mera expectativa de que puedan adoptarse medidas de esa naturaleza es totalmente contraproducente, toda vez que crea un estímulo para que algunas personas puedan verse inclinadas a eludir sus obligaciones impositivas a la espera de un salvoconducto que llegará en algún momento. Es una opción arriesgada, pero la aversión al riesgo no es la misma para todo el mundo. Además, de adoptarse, constituyen un auténtico varapalo para los contribuyentes cumplidores, aunque no es menos cierto que estos han disfrutado de la tranquilidad derivada del cumplimiento de sus obligaciones.
Pues bien, en el año 2012 se puso en marcha, por tercera vez en la etapa democrática iniciada en 1977, un procedimiento primado para la normalización de la situación fiscal. El Real Decreto-ley 12/2012, que contenía diversas medidas para la reducción del déficit público, incorporaba la denominada “declaración tributaria especial”. Mediante esta disposición se abría la puerta a que los contribuyentes del IRPF y del Impuesto sobre Sociedades que fuesen titulares de bienes o derechos que no se correspondiesen con las rentas declaradas presentaran una declaración, e ingresasen la cuantía resultante de aplicar el 10% sobre el importe o valor de adquisición de los referidos bienes o derechos.
Esta medida fue objeto de un recurso inconstitucionalidad, resuelto por el Tribunal Constitucional mediante sentencia de fecha 8 de junio de 2017. No se trata aquí de hacer un análisis jurídico sobre esta importante sentencia; los ha habido muchos y muy cualificados. Tan solo, de realizar algunas consideraciones y reflexiones al respecto.
El alto tribunal aborda en su sentencia trascendentales cuestiones de forma y de fondo. Respecto a las primeras, cabe destacar la utilización de un instrumento jurídico inapropiado, como es el Decreto-ley, para regular elementos sustantivos de la obligación tributaria. A pesar de la preceptiva convalidación por el Parlamento, se entiende que su utilización, en lugar de una norma con rango de ley, conculca el principio de legalidad consagrado en el texto constitucional. En relación con este punto no puede dejar de manifestarse cierta sorpresa por el hecho de que una institución como el Parlamento, con independencia de quien ejerza las responsabilidades del ejecutivo, no adopte sus acuerdos, como el de convalidación de un Decreto-ley, con plenas garantías de legitimidad procedimental.
Pero aún más relevante es el pronunciamiento del Tribunal Constitucional acerca del fondo de la cuestión, cuando pone en entredicho “la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos”, así como la legitimación como una opción válida de “la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir”.
Difícilmente puede discreparse de esa línea argumental, impecable en su planteamiento. Eso no impide, sin embargo, poner encima de la mesa algunas consideraciones:
- En el razonamiento expuesto, al igual que en la corriente de opinión pública que, con razón, rechaza las muestras de claudicación del poder fiscal, subyace una confrontación un tanto idealizada, la que se da entre las condiciones de la regularización fiscal ofertada y el cumplimiento estricto de las obligaciones fiscales. Ojalá fuera este último el término de comparación, pero en la práctica puede ser una nula tributación, con la posibilidad de que se complete el período de prescripción sin que se hayan iniciado actuaciones inspectoras.
- Por otro lado, si hacemos abstracción de las cargas fiscales anteriores y consideramos la tributación de los bienes y derechos objeto de nueva declaración, la aplicación de un tipo del 10% sobre su valor equivale a la implementación de una leva del capital nada desdeñable, teniendo en cuenta que dicho tipo recaería sobre un saldo patrimonial.
- En el párrafo transcrito de la sentencia se habla de “aquellos que cumplieron voluntariamente”. Asimismo, Jean Tirole, en su obra “La economía del bien común”, hace alusión a un mundo ideal caracterizado por el cumplimiento voluntario de las obligaciones fiscales. ¿Podemos hablar de un comportamiento realmente voluntario cuando el incumplimiento está sujeto a una serie de sanciones administrativas e incluso penales? ¿Cabe hablar de voluntariedad ante una relación asimétrica como es la que, en el ámbito fiscal, se da entre el Estado y el individuo? Para hablar de una auténtica voluntariedad nos tendríamos que situar en la esfera de la “fiscalidad voluntaria” planteada por Peter Sloterdijk, que abordamos en un artículo publicado en el número 17 de la revista eXtoikos.
En cualquier caso, el posicionamiento del Tribunal Constitucional parece erradicar cualquier tentación para poner en marcha nuevos procesos de regularizaciones fiscales voluntarias en el futuro. Descartar esa eventualidad tiene en sí un valor importante para la moral fiscal de los contribuyentes y, asimismo, para los incumplidores, que, si actúan según el modelo estándar de la maximización de la utilidad esperada, confrontando los beneficios y los costes de no declarar, han de saber que estos últimos no van a atenuarse próximamente. Antes al contrario, lo que es preciso es que la curva representativa de estos costes se empine más como consecuencia de que aumente la probabilidad efectiva de detección del fraude.