Las diferencias entre asistir a
un concierto y oír el mismo contenido musical a través de un aparato
reproductor son tan ostensibles que no merece la pena entretenerse en
enunciarlas. En un mundo en el que se han extendido los servicios de música en streaming,
y el acceso a una infinidad de composiciones musicales es factible usualmente con
sólo unos clicks, como destaca The Economist, la gente sigue acudiendo a
conciertos para ver la actuación de sus artistas favoritos[1].
Ni los discos de vinilo, ni los compactos, pese a su amplia difusión, habían
frenado antes esa tendencia. A tenor de la incesante demanda de asistencia a eventos
musicales, no parece que los últimos desarrollos tecnológicos vayan tampoco a quebrarla.
Incluso aunque se trate del mismo
contenido musical, es evidente que nos encontramos ante dos productos
claramente diferenciados. Al no ser el mismo producto, no es de extrañar, pues,
que existan demandas disociadas. En ambos casos, se parte de la oferta de un
servicio colectivo -de alcance necesariamente limitado en los conciertos presenciales;
potencialmente universal en un canal en streaming; individual o restringido,
si se recurre a un disco compacto o similar-, pero la forma de recibirlo es radicalmente
distinta. Cada opción tiene sus beneficios y sus costes asociados.
No obstante esas diferencias fácilmente
perceptibles, los neurocientíficos han apuntado las causas profundas por las
que las personas siguen acudiendo a espectáculos de música en vivo: “la música
en vivo involucra los centros de emoción del cerebro más que su contraparte
grabada… los conciertos son experiencias sociales en la que la gente escucha y
siente la música en grupo… son también dinámicos”. Pero, pese a todo, poder disfrutar
de música grabada aporta unas vías de libertad que ninguna otra alternativa
puede equiparar.