El sol caía a plomo a primera
hora de la tarde. Protegido por la sombra del jardín, fascinado por el rumor
del agua en la fuente, Evaristo pensaba que, por fin, había encontrado el lugar
de sus sueños, el santuario de su retiro. Al fondo, al poniente, la montaña se
elevaba imponente, coronada por filas de árboles de hoja perenne. En su entorno,
la paz de los campos parecía extenderse sin límites. Una pequeña rana apareció
de repente, y Evaristo, sin saber cómo, se vio con ella en su mano. Aunque
recordaba la canción de Serrat, no pudo evitar la tentación y la acercó a sus
labios. Reparó en que había retornado el sonido de las chicharras, y que el
tiempo adquiría otra cadencia.
Instalado en su nuevo hábitat,
ahora, día a día, veía cómo fluían espontáneamente las palabras dando forma a
creaciones que durante mucho tiempo estuvieron apresadas en una crisálida
inexpugnable. Había llegado la hora de su consagración como escritor y del
reconocimiento largamente esperado.
Cuando se despertó, creyó oír la
voz de Roberto que le recordaba que la estancia en su paraíso soñado estaba a
punto de terminar, y que tenía por delante un largo viaje. Confundido, buscó la
imagen de la rana, que no veía a su alrededor. Quedó aterrorizado cuando, en su
lugar, vio un inmenso insecto de aspecto amenazante que había permanecido
confundido entre la hierba. Trató de huir, pero ya era demasiado tarde. La
agresora, de igual tamaño que el que él tenía en su nuevo estado, se disponía a
dar su golpe mortal.
En el jardín, aún pudo oír la voz
de Roberto que lo llamaba insistentemente.