Hay palabras que tuvieron un
origen noble, pero que, con el paso del tiempo, se vieron envilecidas en su
significado o en alguna de sus acepciones que, a la postre, acabaron imponiéndose
en el lenguaje popular. ”Villano” y “mezquino” son hoy dos vocablos que no
confieren demasiada dignidad a quienes se les atribuyan. Tal dignidad (aunque
no imputable a la nobleza emanada de un sistema de castas), sin embargo,
existía, cuando, allá por el siglo XIII, se empleaban para denominar a ciertas
categorías de labriegos en el reino de Aragón. Así, el primero se aplicaba a
quienes trabajaban sus propias tierras, en tanto que el segundo, a quienes
cultivaban predios ajenos[1].
Procedería tal vez hacer alguna reflexión
acerca de las cifras relativas de quienes puedan resultar acreedores a integrar
los cuatro colectivos delimitados. Los dos últimos cuentan con la desventaja
del retroceso del peso del sector agrario en la estructura económica de los
países supuestamente más avanzados.
En cualquier caso, siempre es
preciso atender al ritmo y a la entonación de las palabras para no incurrir en
interpretaciones erróneas. Recuerdo cómo, hace años, algunas personas se
sorprendían de uno de las cánticos que, en momentos de desacuerdo con las
decisiones arbitrales, la afición entonaba en el mítico pabellón de Ciudad Jardín:
“El-árbi-tro-e/se-villano”.
[1] Vid. Julio
Valdeón, en J. Valdeón, J. Pérez, y S. Juliá, “Historia de España”, Ed.
Planeta, 2021, pág. 149.