Leviatán. Es como
una palabra clave, como un código secreto o una contraseña que, inmediatamente,
activa las alertas. Basta pronunciar la palabra o verla escrita para saber que
nos podemos ver situados en el terreno del estudio del papel y la dimensión del
Estado en la economía. Con independencia de si uno tiene tendencias
intervencionistas o liberales, todo hacendista se ve accionado como un resorte,
ante la expectativa de encontrar alguna cuestión para el análisis, la
cuantificación, la reflexión o el debate. La economía del sector público forma
parte del núcleo del conocimiento económico. No digamos, pues, lo que puede
significar para un hacendista. Son tantos y tan grandes los alicientes ligados
al estudio de la economía del sector público que todo aquel que se adentre en
su territorio se verá inevitablemente atrapado de por vida, subyugado bajo una
especie de hechizo o de adicción que no para de crecer a lo largo de tiempo.
Una palabra, de
distintos significados y evocaciones, de referencias ancestrales, Leviatán, se
ha convertido en un símbolo de los dominios del sector público. Por ello, al
ver ese rótulo impreso, es muy difícil resistir la tentación de hacer siquiera
una mínima indagación. Aunque sea en la portada de una novela, cuesta trabajo
no escudriñar su interior en busca de algún rastro o de alguna conexión directa
o indirecta con el moderno Leviatán.
Hacía tiempo que
no leía ninguna obra de Paul Auster, a quien recordaba como un escritor
esmerado, solvente y ocurrente. Al recorrer las primeras páginas de “Leviatán”
(1992)[1], uno
empieza a tener la sospecha de que el señuelo autoaplicado puede ser falso,
pero, ya se sabe, toda novela esconde o pospone algunos secretos. O eso cree el
lector, muchas veces erróneamente. Es rara, en todo caso, la obra de la que no
se desprendan connotaciones económicas. En esta incluso uno de los personajes
emplea argumentos de parentesco keynesiano sobre la dinámica económica: “…
además quería aportar su granito de arena al capitalismo. Afeitándose tres o
cuatro veces a la semana ayudaría a la compañía de hojas de afeitar, lo cual
significaba que estaba contribuyendo al bien de la economía norteamericana, a
la salud y la prosperidad de todos” (pág. 158).
A medida que
avanzan las páginas, siguen sin aparecer referencias a los tentáculos del
coloso económico estatal, pero uno toma conciencia de que va a ser complicado
abandonar la lectura. Está ante una historia arrebatadora, magistralmente
narrada por el escritor estadounidense. La perfección de su prosa arrastra al
lector sesgado y le hace olvidar por un momento el motivo de su búsqueda. Tanto
es así que llega a creer que la catalogación del personaje mencionado como un
escritor al que “las palabras siempre parecían estar a su disposición” es, en
realidad, una descripción de sí mismo.
Algunos críticos
califican a Auster como el escritor del azar y la contingencia. La subyugante
historia que cuenta en “Leviatán” da buena fe de ello. El cruce caprichoso de
destinos, coincidencias fortuitas y conjunciones azarosas pueden llevar a
situaciones complejas y completamente atípicas, tal vez inverosímiles, y
provocar, a la postre, ondas expansivas incontroladas en la esfera individual y
también en la colectiva. Sobre todo, si entra el juego un no desdeñable factor
de perturbación psicológica de algunos de los protagonistas. La concatenación
de acontecimientos es, en cualquier caso, ciertamente admirable, como lo es el
dominio de la construcción literaria por el autor. La fuerza de atracción de
Leviatán es inmensa e incontenible, pero, en el plano literario, también la del
“Leviatán” de Auster.