Seguramente ha habido espías que han prestado importantes servicios a potencias enemigas de sus países sin esperar recompensas materiales, simplemente por motivaciones ideológicas, siguiendo el impulso de ansiar contribuir a una causa superior. También hay, sin embargo, otros muchos casos donde las compensaciones dinerarias o en especie han jugado un papel decisivo para el reclutamiento de personas capaces de desempeñar tareas encubiertas, ya sea en el marco de una guerra caliente o en el de una guerra fría.
Con todo, el empleo del componente remuneratorio se antoja algo más extraño cuando se trata de misiones al servicio de ideologías de connotaciones altamente igualitaristas o que deploran la adoración al becerro de oro. En la práctica, la ideología, el espionaje y las finanzas han sido un cóctel frecuente con episodios reales que superan las ficciones, ciertamente complicadas, de Le Carré.
Algunos de los agentes secretos estaban especialmente adiestrados para tejer enrevesadas redes financieras, con la ayuda de bancos privados especializados. Una de las figuras con más destreza en tales menesteres fue la agente Rudolfine Steindling, responsable durante años de la red financiera secreta utilizada por la RDA para cubrir sus actividades en Europa occidental.
Según se señala en un artículo publicado en el diario Financial Times (Sam Jones, 25-9-2020), dicha agente -conocida como “Chanel comunista”, dada su habitualidad en las fiestas de la alta sociedad vienesa- quedó, en el momento de desintegración del “Telón de Acero”, como administradora de fondos de la RDA valorados en 500 millones de euros.
De esta suma, según parece, logró apropiarse de una sustanciosa cantidad. Ahora, la justicia suiza ha dictaminado, tras un largo proceso instado por Alemania, que el banco Julius Bauer -que, después de numerosas transacciones, acabó adquiriendo el banco donde se gestó el desfalco- devuelva un importe de más de 130 millones de euros. ¿Qué pensarían de estos tejemanejes personas como la protagonista de “¡Good bye, Lenin!”?