Hacía menos de un mes que se
había iniciado el Desembarco de Normandía. El continente europeo seguía
desangrándose por la contienda bélica. En plena efervescencia de un conflicto
tan terrible, cuyo desenlace no era aún tan fácil de pronosticar, cuesta
trabajo creer que se pudiera ver más allá del aquelarre de la destrucción y la
masacre; ante tanta tragedia humana, tiene mérito pensar en el porvenir y en un
horizonte económico totalmente incierto. Sin embargo, pese al mayúsculo
problema de la guerra y de todas las incógnitas existentes, los dirigentes de
algunas de las potencias integrantes del bloque aliado trataban de diseñar,
desde hacía algunos años, las líneas maestras de un sistema monetario que, una
vez se alcanzara la paz, permitiera proporcionar una estabilidad en las
relaciones económicas internacionales que superase las tensiones que habían
marcado el período de entreguerras.
El día 1 de julio de 1944, en un recóndito
paraje denominado Bretton Woods, en New Hampshire (Estados Unidos), se reunían
730 delegados de 44 países. Se han cumplido 75 años desde aquella congregración
en el hotel Monte Washington, cuya imponente imagen, de estilo renacentista
español, al pie de la Montaña Blanca, simboliza el inicio de una nueva era. En
junio de este año ha tenido lugar otra significativa efeméride de alcance
internacional, el primer centenario de la firma del Tratado de Versailles, que
puso término a la Primera Guerra Mundial, tras imponer unas condiciones
económicas a los países derrotados cuyas dramáticas consecuencias fueron
anticipadas por el gran economista británico John Maynard Keynes.
La conferencia de Bretton Woods
estuvo precedida de un largo proceso de preparación. Especial protagonismo
tuvieron en el mismo dos figuras, una por el lado estadounidense, Harry Dexter
White, y otra, por el británico, Keynes. El primero se centró en la elaboración
de una propuesta de creación de un fondo de estabilización y de un banco de
reconstrucción de las Naciones Unidas, en tanto que el segundo abogó por la puesta
en marcha de una unión monetaria, basada en un banco central internacional que
crearía su propia divisa, el bancor, que tendría un tipo de cambio fijo con el
oro.
Bien conocida es la posición de
Keynes, quien, defensor de la intervención del Estado en la economía con fines
de estabilización, rechazaba de plano la ideología comunista. Menos lo es la de
White, declarado admirador de la Unión Soviética y de su modelo de economía
planificada. Por aquel entonces llegó a ser acusado de espía de los soviéticos,
hecho de lo que hoy no parece existir duda, como tampoco de la red de espionaje
implantada entre los funcionarios que formaban parte del equipo estadounidense
presente en la convención.
La conferencia de Bretton Woods
fue en gran medida el resultado de la confrontación de los planteamientos de
ambos personajes, que encarnaron los intereses de sus respectivos países.
Estados Unidos emergía como el país más poderoso económica y políticamente, en
una situación de acreedor internacional; en cambio, la posición británica se
había visto enormemente afectada por el conflicto bélico, viéndose abocada a
una situación deudora, enfrentada a un “Dunkerke financiero”, según expresión
de Keynes.
Ambos compartían los fines
inspiradores de la conferencia, evitar los errores cometidos en el período de
entreguerras, y establecer un orden monetario internacional estable y proclive
a la expansión del comercio, pero diferían en cuanto a aspectos clave del
diseño de la nueva arquitectura.
El Acta Final de la conferencia
se firmó el 22 de julio de 1944 y se fijó el 31 de diciembre de 1945 como fecha
límite para la ratificación del Convenio por los distintos países. El número de
los que inicialmente lo hicieron fue 28. La ausencia más significativa, pero en
absoluto sorprendente -tal vez lo fuera su presencia en Bretton Woods, donde,
según el presidente Roosevelt, se reunían los “representantes de los hombres
libres”- fue la de la Unión Soviética. Como recuerda el profesor Pablo
Martín-Aceña, la política internacional de Stalin se basaba en la búsqueda de
la autarquía para la Unión Soviética, y sus dirigentes tenían una plena
convicción de la superioridad del sistema comunista sobre el capitalista: “Solo
tras su hundimiento en 1990, la renacida Federación Rusa se adhirió al FMI”.
Por evidentes razones, España no
participó en la convención de Bretton Woods, y su incorporación al Fondo
Monetario Internacional (FMI) se demoró hasta el año 1958, como parte de la
preparación del Plan de Estabilización del año siguiente.
El sistema que surgió de Bretton
Woods se basaba en varios pilares: i) Fondo Monetario Internacional, organismo
encargado de fomentar la cooperación monetaria internacional y de asistir
financieramente a los países con dificultades derivadas de balanzas de pagos
deficitarias y de otras situaciones críticas ii) Banco Internacional de
Reconstrucción y Desarrollo (Banco Mundial); y c) establecimiento de un régimen
de tipos de cambios fijos, aunque ajustables dentro de unos límites, articulado
sobre el papel central del dólar estadounidense, única moneda intercambiable
con el oro.
Dicho sistema, bien es cierto que
en conjunción con otra serie de factores y circunstancias, propició un período
de estabilidad y prosperidad económicas entre los países occidentales. Sin embargo,
dicha etapa fue a la postre bastante breve. El 15 de agosto de 1971, hace ahora
48 años, el presidente Nixon puso fin a la convertibilidad del dólar en oro.
Los discursos inaugural y de
clausura, pronunciados por el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Henry
Morgenthau, contienen mensajes de enorme trascendencia que se añoran en una
época como la actual, en la que asistimos a una peligrosa dinámica de retorno a
planteamientos populistas y nacionalistas: “El comercio es la sangre vital de
una sociedad libre, y debemos asegurarnos de que las arterias que encauzan ese
flujo sanguíneo no vuelvan a verse obstruidas por coágulos artificiales creados
por rivalidades económicas sin sentido, como ha ocurrido en el pasado. Las
enfermedades económicas son altamente contagiosas, y por ello la salud
económica de cada uno de los países es un asunto que incumbe a todos sus países
vecinos, cercanos o lejanos”… “Hemos de reconocer que la forma más inteligente
y efectiva para proteger nuestros intereses nacionales es a través de la
cooperación internacional”.
(Artículo publicado en el diario
“Sur”, con fecha 7-9-2019)