En marzo de 2011, la revista Time incluía la economía colaborativa como una de las diez ideas que cambiarían el mundo. Frente a la idea asentada de la “sociedad de la propiedad”, el uso compartido de bienes y servicios se abría paso como una opción prometedora, después de que la sociedad de la propiedad no había impregnado a Estados Unidos de la vitalidad que proclamaba el presidente George W. Bush, sino que más bien, según el análisis del redactor del artículo, lo había empujado casi a la ruina (Walsh, 2011).
Cualquier aproximación al fenómeno de la denominada economía colaborativa tropieza con un importante escollo, la inexistencia de una definición clara y, como consecuencia de lo anterior, la falta de una acotación adecuada de su ámbito objetivo. La variada colección de nombres que nos encontramos (economía compartida, sharing economy, gig economy, economía bajo demanda, economía del procomún, capitalismo basado en las masas, economía de plataformas, economía de los pares, economía del alquiler…) no viene sino a confirmar los inciertos confines en los que hemos de movernos cuando nos adentramos en la consideración de las nuevas formas de organizar la producción, la distribución y el consumo que, de manera continua, se están extendiendo dentro de la actividad económica.
En su intento de definir la sharing economy, Sundararajan (2016, págs. 26-27) recurre a cinco características:
i) Se basa en la creación de mercados para el intercambio de bienes y la prestación de nuevos servicios.
ii) Abre nuevas oportunidades para un mejor aprovechamiento de la capacidad de los recursos.
iii) Se basa en redes de masas en vez de en instituciones centralizadas o jerarquías.
iv) Difumina las líneas de separación entre lo personal y lo profesional.
v) Suaviza las líneas divisorias entre el trabajo a tiempo completo y el trabajo esporádico, entre el trabajo dependiente y el autónomo, entre el trabajo y el ocio.
No obstante, después de una exposición tan descriptiva de los elementos definitorios, Sundararajan (2016, pág. 27) declara no ser consciente de ningún consenso acerca de la definición de la economía compartida. Incluso no faltan puntos de vista que cuestionan los rasgos de compartición y de colaboración: “Hay plataformas que ni facilitan la compartición ni la colaboración: son un puñado de compañías que tratan de hacer dinero creando y controlando mercados para nuestro trabajo y nuestras cosas” (O’Connor, 2016).
En un informe difundido por Sharing España y Adigital (Rodríguez Marín, 2016, pág. 8) se reconoce que “alcanzar definiciones de economía colaborativa, bajo demanda y de acceso que satisfagan a todos los actores participantes de las mismas puede suponer un esfuerzo ímprobo que, debido a la velocidad a la que aparecen nuevos e innovadores modelos cada día, haría que la fijación de una definición que pretendiera encorsetar el encaje de estos modelos e iniciativas resultara insuficiente… resulta complejo alcanzar una definición que tenga en cuenta modelos tan heterogéneos como los que se dan dentro de la economía colaborativa”. Dicho informe (pág. 9) se decanta por diferenciar los tres siguientes ámbitos: economía colaborativa, economía bajo demanda y economía de acceso.
No acaba ahí la tipología. El Comité de las Regiones Europeo (2016) se hace eco de dos importantes categorías y de cuatro modalidades diferentes de economía colaborativa.