27 de abril de 2019

Disquisiciones fiscales bíblicas

Según una evidencia bastante extendida, el hecho de pagar impuestos, al menos cuando ocurre de forma consciente, no suele agradar a casi nadie. Aquí mismo se han examinado los diversos costes que conlleva el cumplimiento de las obligaciones tributarias, que, como se señalaba en una entrada reciente, pueden llevar incluso hasta el suicidio. Dejando al margen todos esos costes, económicos y no económicos, dinerarios y no dinerarios, el terreno de la fiscalidad y sus zonas adyacentes están abonados de una penetrante y persistente carga semántica.

Manejarse como mero observador de ese hábitat poblado por variopintas especies puede convertirse en un verdadero calvario. Con mayor o menor cuota de poder, en él se dan cita ejemplares de impuestos, tributos, tasas, contribuciones especiales, cotizaciones, exacciones, arbitrios, derechos, cánones, compensaciones, gravámenes, prestaciones personales, prestaciones patrimoniales, cuotas, aranceles, cargos, recargos…

Aunque ya sabemos que, como, si se nos permite la licencia, se desprende de lo que establece la Ley General Tributaria en su artículo 2.2, “el hábito (denominación) no hace al monje”, no es en absoluto fácil, en ocasiones, ni siquiera identificar al personaje y, llegado el caso, atribuir su pertenencia a una u otra orden de clerecía.

La Biblia, a través de los testimonios de varios de los Apóstoles (Lucas, Marcos y Mateo), deja constancia de la sabiduría de Jesucristo para navegar por las turbulentas aguas de los principios de la imposición, al contestar a la inmortalizada “pregunta-trampa”: 

“… ¿Es lícito que nosotros paguemos tributos al César o no?
Habiendo advertido su astucia, les dijo:
-Mostradme un denario. ¿De quién es la imagen y la inscripción?
Le dijeron:
-Del César.
Y él les dijo:
-Pues bien, dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Y no pudieron acusarlo ante el pueblo de nada de lo que decía; y se quedaron mudos, admirados de su respuesta” (Lucas, 20).

Admirable sin duda lo es semejante respuesta, que sirvió para zanjar la cuestión ante fariseos, herodianos, sumos sacerdotes y escribas, dejando un legado de valor incalculable para la reflexión de las pautas a seguir dentro y fuera de la esfera tributaria. Mucho es lo que sugiere respecto a la potestad para establecer tributos, a los obligados a soportarlos, a la separación de poderes, a la magnitud de la carga, a la forma de llevarla a cabo… Aunque, a decir verdad, a la hora de articular un sistema impositivo sea necesario recurrir a una variada gama de principios que deben plasmarse en una realidad concreta.

Por otro lado, la pregunta, a pesar de sus maliciosas pretensiones, no llegaba a una dificultad extrema, por cuanto focalizaba el asunto en un tributo específico; la dificultad técnica habría sido mayor de haber invocado una panoplia de cargas públicas. A su vez, la respuesta cuenta con la habilidad de centrarse en las obligaciones dinerarias, eludiendo la más difusa consideración, en cuanto a imagen, de las prestaciones en especie.

Y quizás, aunque solo sea como hipótesis, podría haberse producido un mayor aprieto de haber optado los interrogadores por la línea argumental descrita en la “Carta a los Romanos”: “Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios… Por tanto, hay que someterse, no solo por el castigo, sino por razón de conciencia. Por ello precisamente pagáis impuestos, ya que son servidores de Dios, ocupados continuamente en ese oficio. Dad a cada cual lo que es debido: si son impuestos, impuestos; si son tributos, tributos; si temor, temor; si respeto, respeto” (Romanos, 13).

Encontramos aquí, pues, una fuente inspiradora de la fundamentación del poder fiscal y de su aplicación efectiva, aparte de otras perspectivas de gran interés. Pero es la distinción entre impuestos y tributos la que, en el contexto de nuestro lenguaje actual y del marco jurídico vigente, llama nuestra atención.

La cuestión es fácil zanjarla desde nuestra posición en las coordenadas presentes: todo impuesto es un tributo, pero no todo tributo es un impuesto. Pero, ¿por qué en el texto bíblico de Pablo se recoge esa diferenciación?; ¿es algo atribuible a la traducción, o encierra algo más?

En fin, ante las dificultades existentes para abordar espinosos temas como el de las prestaciones patrimoniales, o el de las exacciones parafiscales, o para orientarse en el tupido laberinto de figuras fiscales y asimiladas, tal vez no haya más remedio que someterse a la imposición… de manos.

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