28 de octubre de 2018

Cotizaciones bursátiles y destrucción de riqueza

A lo largo de las últimas jornadas se están viviendo bruscos movimientos en los mercados bursátiles, en los que especialmente algunos sectores se han visto severamente castigados. No es ahora mi pretensión centrarme en el análisis de alguno de dichos sectores, como tampoco en el de las acciones de una compañía concreta. Más bien, recuperar una reflexión acerca del alcance de la destrucción de valor que suele predicarse con ocasión de las evoluciones negativas de las cotizaciones bursátiles.

La determinación del valor de una acción es una cuestión sumamente compleja, pues son muchos los factores, económicos y extraeconómicos, que entran en juego. El anterior aserto es una mera perogrullada, aunque con alguna peculiaridad. A veces, un exceso de confianza o de falso dominio de la situación lleva a decantarse por una simplicidad que puede costar cara.

La hipótesis de los mercados eficientes postula que el precio de una acción recoge toda la información relevante y, por tanto, que aquél es un buena estimación de su valor intrínseco. En determinadas condiciones, dicha hipótesis puede reflejar adecuadamente el funcionamiento de los mercados. Sin embargo, por diversas circunstancias, el precio de cotización de un valor puede no reflejar fidedignamente el valor real de la compañía. Tener una fe desmedida en la eficiencia de los mercados suele ser una estrategia poco eficiente, bastante ineficaz y hasta económicamente ruinosa.

Dejando al margen aquellos casos en los que la caída en la cotización viene explicada por un deterioro cierto aflorado o una fundada expectativa de un impacto negativo, la referida reflexión concierne a aquellas situaciones en las que, por factores no ligados a los “fundamentales” empresariales, se produce un declive bursátil generalizado, con una fuerte incidencia negativa en las cotizaciones. En este tipo de coyunturas, es un tópico afirmar que se registra una destrucción de riqueza. ¿Es así?

Supongamos que el accionista A es titular de 100.000 acciones de la compañía X, las cuales cotizan a un precio unitario de 2 euros. Su riqueza por este concepto asciende, por tanto, a 200.000 euros. Por su parte, B es un ahorrador con 200.000 euros en una cuenta corriente, dispuesto a efectuar una inversión en acciones de la compañía X, al precio de mercado. Si la transacción se lleva a cabo al precio indicado, A y B mantienen su riqueza, conmutando sus posiciones en activos.

Imaginemos que, antes de efectuarse la transacción en el mercado, el precio de las acciones de X cae a 1 euro, sin que haya habido ningún cambio en el valor real de la empresa. Si se lleva a cabo la operación en tales condiciones, A quedará con un efectivo de 100.000 euros, computando una pérdida patrimonial respecto de la situación precedente por importe de 100.000 euros. A su vez, B quedará con 100.000 euros en acciones y 100.000 euros en cuenta corriente. Además, si el precio de 2 euros reflejaba el valor real de la sociedad X, se habría hecho con una plusvalía latente por importe de 100.000 euros. De confirmarse posteriormente esa recuperación, la pérdida sufrida por A encontraría esa contrapartida en el patrimonio de B.

En el supuesto de que no se produjera esa revalorización, no aparecería, lógicamente, esa contrapartida. Bajo las hipótesis manejadas, no habría habido destrucción de riqueza real, y sí un quebranto patrimonial para A como producto de una valoración desajustada. La clave estaría en saber a qué precio adquirió sus acciones. Al fin y al cabo, también los mercados juegan un importante papel redistributivo.

27 de octubre de 2018

El Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados: lógica económica e incidencia impositiva

La crisis financiera internacional de 2007-2008, además de sus consecuencias para la economía real y el sistema bancario, y de sus enormes costes sociales, desencadenó importantes cambios en la escena política y, asimismo, en las percepciones sociales acerca del papel y la actuación de los intermediarios financieros. Ya desde un inicio se extendió la idea de la necesidad de requerir de las instituciones financieras una serie de contribuciones impositivas como contrapartida para hacer frente al coste de las intervenciones públicas habilitadas en auxilio del sistema bancario. Así, en la cumbre de Pittsburgh de 2009 los líderes del G-20 solicitaron al FMI que, a tal efecto, analizaran las distintas opciones disponibles. Diversas son las propuestas que se han planteado al respecto y variadas las medidas fiscales adoptadas, con mayor o menor alcance.

Diez años después de la caída del banco Lehman Brothers, el tratamiento impositivo del sistema financiero sigue siendo objeto de debate, como ocurre actualmente en España. Sin embargo, al planteamiento de nuevas cargas sobre el sector ha venido a sumarse, de manera un tanto inesperada, una controversia vinculada a un tributo antiguo, de largo recorrido, como es el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados (IAJD). Éste se aloja en un impuesto que, en realidad, es una auténtica amalgama de figuras impositivas (Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales, Operaciones Societarias y Actos Jurídicos Documentados), que incluyen algunos supuestos de tributación con una naturaleza más próxima a la de la tasa que a la del impuesto.

La tributación de los AJD viene regulada por el Real Decreto Legislativo 1/1993, de 24 de septiembre, por el que se aprueba el Texto refundido de la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (ITPAJD), así como por el Real Decreto 828/1995, de 29 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados.

En relación con el gravamen de los documentos notariales, la referida Ley, en su artículo 29, dispone que “Será sujeto pasivo el adquirente del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan”. A su vez, el Reglamento venía a especificar, en su artículo 68, que “Cuando se trate de escrituras de constitución de préstamos con garantía se considerará adquirente al prestatario”.

Adam Smith, en “la Riqueza de las Naciones”, dejó escritas sus famosas cuatro máximas de la imposición. Una de ellas es la de la certeza impositiva: “El impuesto que cada individuo está obligado a pagar debe ser cierto y no arbitrario. El tiempo de su cobro, la forma de su pago, la cantidad adeudada, todo debe ser claro y preciso, lo mismo para el contribuyente que para cualquier otra persona… La certeza de lo que cada individuo tiene obligación de pagar es cuestión de tanta importancia, a nuestro modo de ver, que aun una desigualdad considerable en el modo de contribuir, no acarrea un mal tan grande… como la más leve incertidumbre en lo que se ha de pagar”.

Pues bien, si hay algún precepto que cumpla estrictamente el canon de la claridad y la transparencia, al margen de otras posibles consideraciones, es, a mi entender, el párrafo transcrito del Reglamento del ITPAJD.

Pese a esa claridad meridiana, al haber sido establecida por la vía reglamentaria, el Tribunal Supremo, en virtud de la sentencia nº 1505/2018, ha dado un giro radical al criterio jurisprudencial hasta ahora seguido por el alto tribunal, dictaminando, en relación con el caso examinado, que la condición de sujeto pasivo corresponde al prestamista.

Desde la publicación de dicha sentencia mucho se ha escrito y debatido sobre la cuestión objeto de consideración. Ésta, como es bien conocido, tiene numerosas connotaciones e implicaciones desde múltiples puntos de vista (económico, jurídico, social, político, financiero…). También constituye una buena oportunidad como pieza de referencia didáctica en la enseñanza de la teoría de la imposición y, en general, del análisis económico. En ese contexto, simplemente como referencia para los estudiantes de tales materias, se realizan a continuación algunas breves consideraciones:

i. Mientras que la Ley recoge la denominación de “sujeto pasivo” en el artículo 29, el Reglamento, si bien reproduce el párrafo de la Ley, encabeza el artículo 68 con la denominación de “contribuyente”. Esa diferenciación quizás puede dar pie a pensar que podría haberse introducido la figura del “sustituto” del contribuyente, con la posibilidad asociada (o no) de repercusión legal de la cuota sobre este último, pero no fue así. La parte prestamista no aparece en absoluto en la relación tributaria.

ii. Dado que la Ley recoge que (en defecto de la identificación del adquirente del bien o derecho) serán sujetos pasivos “… aquellos en cuyo interés se expidan” (los documentos notariales), cabría esgrimir que la constitución de la hipoteca se hace en beneficio de la entidad prestamista, sobre la base de las garantías que aporta a esta última. Es indiscutible que la garantía hipotecaria presenta una serie de ventajas para el acreedor, pero no lo es menos que precisamente por ello el prestatario está en condiciones de acceder a una financiación en condiciones más favorables respecto a cuantía, tipo de interés y plazo de amortización.

iii. Por otro lado, la financiación hipotecaria, fórmula habitual para la adquisición de vivienda en España, ha disfrutado de ventajas fiscales. Es cierto que tales ventajas estaban asociadas a la compra de vivienda (con incremento patrimonial) con independencia de la forma de financiación, pero, de no haberse formalizado los préstamos hipotecarios, es posible que el adquirente hubiese tenido que recurrir a opciones menos ventajosas.

iv. Como se ha señalado, el marco tributario que ha venido aplicándose respondía a un esquema meridianamente claro, perfectamente conocido por las partes contratantes, por los fedatarios públicos y por las Administraciones receptoras de la recaudación. Siempre es posible, por la incorporación de nuevos criterios, alterar los elementos de una relación tributaria, pero la aplicación de un cambio con efectos retroactivos implicaría un atentado a la seguridad jurídica y abocaría a la parte perjudicada a una situación de indefensión.

v. La actividad de concesión de préstamos puede analizarse en términos económicos como otras actividades productivas. Para que una empresa, en este caso una entidad bancaria, pueda ser viable a medio y largo plazo, a la hora de formar su precio ha computar todos los costes en los que tiene que incurrir. Por supuesto, para poder competir en el mercado su precio deberá ser atractivo para los demandantes, por lo que deberá procurar ser lo más eficiente posible en la vertiente de los costes. En el caso de una entidad bancaria, deberán tenerse en cuenta, básicamente, los costes de los recursos captados, los gastos de estructura y funcionamiento, incluyendo las cargas tributarias asociadas a su actividad, y el coste del riesgo.

vi. Ese planteamiento no sólo responde a una lógica económica aplastante, sino que, además, es de obligado cumplimiento a tenor de las exigencias normativas que recaen sobre las entidades financieras.

vii. Descendiendo a lo que aparentemente constituye el núcleo de la controversia, si el impuesto que grava la constitución de hipotecas debe recaer sobre el prestatario o sobre el prestamista, cabe recordar que, según la teoría de la incidencia impositiva, es irrelevante sobre qué lado del mercado (demandantes u oferentes) se aplica un impuesto. Lo importante es cuál es la magnitud de la carga y no de quién se exige formalmente por parte de la Hacienda Pública. Si el contribuyente es el demandante (en este caso, el prestatario), la cuota tributaria será un coste que limitará el precio máximo que está dispuesto a satisfacer, o en condiciones de afrontar; si lo es el oferente (en este caso, el prestamista), será un coste a computar para formar el precio al que está dispuesto a conceder préstamos. Formalmente, la carga tributaria siempre recaerá sobre el contribuyente designado por la ley. Sin embargo, en términos económicos, la carga tributaria será soportada por una de las partes o repartida entre ambas. La clave radica en las elasticidades de cada una respecto al precio. Mientras mayor sea la rigidez de la demanda o de la oferta, mayor parte del impuesto se soportará; mientras mayor sea la elasticidad, es decir, cuanto más amplias sean otras opciones, menor será la parte del impuesto soportado.

viii. En suma, partiendo de la situación actual, en la que los prestatarios son los contribuyentes del IAJD, puede que algunos hayan logrado trasladar su importe a los prestamistas consiguiendo mejores condiciones. De manera similar, si se designa contribuyentes a los prestamistas, los prestatarios se verán liberados de la carga formal, pero podrían acabar soportándola en la práctica al afrontar un tipo de interés algo superior.

ix. Al hilo de lo señalado, una posible estrategia, ante la eventual designación de los prestamistas como contribuyentes del IAJD, podría ser priorizar la captación de prestatarios vía operaciones de subrogación, que se encuentran exentas de tributación por el concepto analizado. Así, el prestamista originario habría incurrido en los costes de análisis y en la carga impositiva, que ya no podría recuperar. Esta posibilidad daría lugar a otro riesgo más a considerar.

x. Por último, como todo impuesto que grava transacciones efectivas, el IAJD conlleva también un exceso de gravamen o pérdida de eficiencia, sin ninguna contrapartida social. Se da por hecho la aplicación del tributo, pero hay argumentos económicos para su supresión. Pero lo lógico sería analizar su papel en el marco de una revisión global del sistema impositivo. A este respecto, no habría que ignorar las repercusiones que la posible modificación aquí analizada podría tener en la recaudación de otros tributos.

25 de octubre de 2018

La mejora de la enseñanza universitaria, un reto crónico

Algunas metas parecen regirse por unos calendarios distintos de los oficiales, que trazan arcos de mucho mayor amplitud que el del ritual anual. Por la enverdagura de las tareas es lógico que así sea en algunos casos, pero esa perspectiva no debe servir de excusa para aplazar sine die la puesta en marcha de los proyectos que sean estratégicos para el progreso social.

Resulta bastante difícil encontrar otro ámbito que sea más relevante en tal sentido que el de la educación. La necesidad de mejorar los planes educativos, en todos los niveles del ciclo formativo, que ya no tiene fin, es un objetivo que suele ser compartido de manera generalizada. Cuestión distinta es, por supuesto, lo que ocurre acerca del rumbo que deba adoptarse. Las voces se multiplican sobre lo que debe y no debe hacerse, pero el “desfase educativo” respecto a las exigencias de una sociedad y una actividad económica que cambian a toda velocidad, así como en comparación con los países más avanzados, no sólo no se contiene sino que se amplifica.

En un reciente artículo publicado en el diario Expansión, Clemente Polo, Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Barcelona, plantea un catálogo de medidas -más bien de forma implícita- para la mejora de la calidad de la enseñanza universitaria básica (Grados) (“Una propuesta para mejorar la enseñanza universitaria”, 10-12-2018), que, en mi opinión, merece la pena considerar  como base para una reflexión y posterior discusión. En el artículo se ponen de relieve algunas “características interrelacionadas que como mínimo dificultan a nuestros universitarios obtener una sólida formación”:

Criterios de entrada laxos: “Concebir el acceso a la Universidad como un derecho casi universal constituye un grave error… a la Universidad sólo deberían acceder personas con una preparación contrastada y dispuestas a realizar el esfuerzo de adquirir una formación superior”.

Excesiva especialización: “Obsesión de quienes diseñan los planes de estudio por abarcar todos los aspectos de un solo ámbito del conocimiento”.

Elevado número de asignaturas y horas lectivas: “… pasar muchas horas en clase, además de producir fatiga y tedio, no garantizan la comprensión de la materia”.

Grupos muy numerosos y falta de trabajo personal supervisado.

El análisis, aunque simple y directo, se centra en algunas cuestiones fundamentales que no pueden eludirse. La primera es crucial, si bien, a tenor de la evolución social observada en los últimos años, resulta difícil de abordar formalmente. Para poder resolverla parece imprescindible la potenciación y la dignificación de los estudios de formación profesional. La continuación por la senda de la relajación de estándares presenta el problema del distanciamiento respecto a los centros de mayor prestigio y, lo que es peor, abona el terreno para la cronificación de las diferencias en razón del origen académico de los egresados universitarios.

Por lo que concierne al diseño de los planes de estudio, siempre me ha llamado la atención cómo puede haber diferencias tan notables entre los planes de las mismas titulaciones, no ya en el ámbito nacional, sino también en el europeo. Sería lógico que, para una titulación válida en un territorio, las materias nucleares tuvieran que estar necesariamente presentes, así como el desarrollo de las competencias profesionales asociadas a cada especialidad. En este contexto, la moda de los dobles grados merecería alguna reflexión. ¿Tiene sentido seguir segmentando la oferta educativa?

La inutilidad de la asistencia meramente pasiva a una clase deja poco margen para la discusión. Lo verdaderamente relevante de una actividad presencial es que pueda servir para clarificar un marco sistemático para abordar un problema, suscitar preguntas, generar una interactuación y, sobre todo, desarrollar un pensamiento crítico. Hoy día, con todo el bagaje de información y conocimiento disponibles, y las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, es inevitable y recomendable que cambie el rol del profesor. Aunque no debemos confundirnos; incluso en una época arcaica en lo tecnológico, dicho papel nunca debía limitarse a “dictar apuntes”. Abrir la mente a los problemas y enseñar a enfrentarse a ellos han sido tareas docentes desde tiempo inmemorial, que ahora se magnifican, si cabe.

Escéptico como se manifiesta el profesor Polo respecto al interés de los políticos por mejorar la enseñanza universitaria, así como de la disposición de las distintas “partes interesadas”, se decanta, como vía más rápida y efectiva, por adoptar las pautas que funcionan bien, por tratar de replicar los modelos de éxito, entre los que destaca el estadounidense.

En fin, nos encontramos ante un reto complejo, pero sumamente trascendente, que requiere ser abordado sin demora. Los antecedentes, sin embargo, no invitan a ser demasiado optimistas.

La mejora de la enseñanza, en general, y de la universitaria, en particular, es un bien de carácter colectivo. Como tal se ve afectado por el “problema del polizón”, en este tipo de casos concretado en una falta de acción a escala individual, ante la creencia de que una medida aislada resultará ineficaz en el conjunto global, máxime si no se enmarca dentro de un plan sistemático. Más allá de la lamentación, no queda otra opción, mientras dicho plan se pone en marcha, que tratar de aportar cada uno su granito de arena. Eso sí, suponiendo que sea un grano puro, que merezca la pena acumular en la maceta. Con la semilla, el abono y el riego adecuados tal vez pueda llegar a brotar algún bonsái.

23 de octubre de 2018

1973-2018: un viaje inopinado de 45 años

Me registro los bolsillos desiertos para saber dónde fueron aquellos sueños… Saqueo aparadores antiguos, viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas, estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato, pero nadie me dice quién fui yo…” (*)

Busco en los cajones, en las viejas estanterías, en los libros desgastados, en los diarios perdidos, en las sendas escondidas del parque, en los olvidados rincones del puerto, en la luz del ocaso tras el monte amigo, pero en ningún sitio encuentro una huella de aquél que un día creí ser. No hallo ninguna foto ni ningún espejo donde pueda intentar reconocerlo.

Sólo recuerdo, como si fuera ayer, la fría palidez del domingo donde todo comenzó, donde se trazó la ruta que seguiría en la que aún era una adolescencia en marcha. Durante un tiempo albergué la esperanza de que algo vendría a alterar el curso del destino programado. No fue así, llegó aquel año, más adelante el verano, y con él la secuencia de eventos que, poco después, en octubre del año 1973, a punto de cumplir los quince años, me llevaron a ingresar en un cuerpo de élite, polivalente y multifuncional.

Quizás no debería de haberme extrañado demasiado, tras haber tenido el privilegio de cursar la enseñanza primaria y los tres primeros años del Bachillerato en un colegio privado puntero, también de la división de honor, antes de acceder al portentoso Instituto de Martiricos.

Eso sí, en ambos casos había algunos pequeños inconvenientes añadidos; el cuerpo profesional en cuestión, aunque exento de connotaciones militares directas, requería de una vestimenta uniformada, asociada a su precaria ubicación en el escalafón, y que servía de reclamo para la encomienda a sus miembros de las más variopintas tareas.

Por aquel entonces, las pagas se recibían en metálico, en una especie de sobre mágico. Con los primeros emolumentos que me correspondieron tras la asignación efectuada dentro de la exigua economía familiar, me di uno de los mayores autohomenajes, si no el mejor (otro está en estas mismas líneas), de toda mi vida. Pasé una tarde estupenda en los almacenes Woolworth, que entonces se albergaban en la calle Liborio García. Allí me proveí de una serie de utensilios de escritorio, entre ellos de un lapicero, de un bloque de notas de colores y de un pisapapeles de cristal que contenía una solitaria figura de ajedrez. Bastantes años después, ese entrañable icono se vio seccionado por una caída fortuita, pero nunca perdió su esencia. Durante mucho tiempo cabalgué a lomos de aquel caballo, sin darme cuenta de que, en realidad, no me estaba moviendo del sitio de partida.

En otros lugares, también cuasiclandestinos como éste, he descrito las excelencias de aquel centro educativo donde pasé siete luengos años, y donde tuve la oportunidad de conocer a curiosos personajes, docentes, discentes y gerenciales. Baste evocar aquí las magníficas instalaciones, que permitían acoger, en una sola habitación de un primer piso de una barriada popular, para mí entrañable, a los alumnos de varios cursos, todos bajo la tutela del mismo profesor. Aquello sí que eran sinergias y economías de escala, y todo un ejercicio de transversalidad del conocimiento. Y qué decir de la dotación de equipamientos deportivos, que, al cabo de algún tiempo, se plasmó en un cuarto de otro primer piso en la misma barriada, con la ventaja de ubicarse justo enfrente de la parroquia, muy cerca también de la papelería.

Echo la vista atrás y no encuentro respuestas. No consigo explicarme por qué extraña razón no pude apartarme del guion que otras personas, sin duda con su mejor voluntad, habían escrito para aquél todavía casi niño. Y no sé por qué aquel aprendiz de hombre a marchas forzadas siguió disciplinadamente la ruta hasta llegar a nuevas encrucijadas, casi sin respiro, sin solución de continuidad en la diversidad. Ignoro qué peculiar fuerza ha podido mantener activado el pulso durante estos nueve lustros… Tal vez siempre ha existido una meta, aunque fuera etérea, caprichosa, acomodaticia, una meta vaga, oculta, esquiva, una sombra o un espejismo que, pese a todo, ha preservado el movimiento, una marcha incesante, un tanto irracional, inercial, sin tregua, sin margen para especulaciones, planificaciones o estrategias.

Entretanto, lo único cierto es que las hojas del calendario han ido cayendo, una detrás de otra, a una velocidad que ahora se antoja inusitada, pero lo han hecho en una pugna incesante en la que ha habido que faenar paso a paso, jornada a jornada, renglón a renglón, lágrima a lágrima.

Es la única verdad, de perfiles difusos, que se entrevé a través de un filtro, con una luz pálida, que nos deja inertes, a un tris de caer en la tristeza y el abatimiento. “Nunca es triste la verdad; lo que no tiene es remedio”, cantaba Serrat, en español y en portugués. Hoy, después de 45 años siguiendo un rumbo sin fin, no tengo ninguna duda de lo último, pero sí bastantes de lo primero.

…Pues yo registro los bolsillos desiertos y no encuentro ni un solo minuto mío, ni una sola mirada en los espejos que me diga quién fui yo.” (*)

(*): Miguel Labordeta-José Antonio Labordeta.

19 de octubre de 2018

Dejar de ser Dinamarca para llegar a ser Dinamarca

Desde siempre, he profesado una gran admiración por los países nórdicos, que tradicionalmente han encarnado la materialización de un modelo de éxito político, económico y social. No es de extrañar que Francis Fukuyama eligiera el nombre de “Dinamarca” como ilustración de una sociedad imaginada que es próspera, democrática y segura, que está bien gobernada y registra bajos niveles de corrupción. “¿Cómo llegar a ser Dinamarca?” es un interrogante de gran interés que se suscita en una obra reciente del prestigioso politólogo estadounidense. Algunas reflexiones acerca de la misma realizaba hace algún tiempo en un breve artículo (diario “Sur”, 16-1-2016).

La concepción de las sociedades nórdicas como ideales se ve sacudida en buena medida por los relatos contenidos en las múltiples ediciones de libros aparecidos en los últimos años al calor del boom de la novela negra de aquellas latitudes. A pesar de tratarse de obras de ficción literaria, la lectura de los textos de autores como Henning Mankell puede llegar a marcar un antes y un después en cuanto a la percepción de la realidad social en los países escandinavos.

En todo caso, éstos han estado y están a la vanguardia de muchas tendencias económicas y sociales. El uso del dinero electrónico en sustitución del dinero físico, como forma de combatir las actividades ilícitas y las de la economía sumergida, es una de ellas.

Dinamarca es un caso paradigmático en este sentido. Ahora bien, pese a que la imagen de la economía sumergida suele asociarse a determinados países situados más al Sur, ello no significa que ese fenómeno esté totalmente erradicado allí. Según un reciente estudio (Leandro Medina y Friedrich Schneider, “Shadow economies around the world: what did we learn over the last ten years?”, IMF, WP 18/17), el peso de la economía sumergida se sitúa en Dinamarca en un nivel en absoluto despreciable (10,9% del PIB), aunque sea bastante inferior al de España (17,2%). Las sociedades nórdicas presentan un funcionamiento más adecuado que otras, pero, aunque en menor grado, se ven también afectadas por problemas extendidos por todo el mundo.

Aunque haya que descontar esa presencia, la detección de hechos delictivos dentro del entramado económico formal no deja de causar un especial asombro cuando ocurre en los países con mayores índices de calidad democrática y menores tasas de corrupción. Por eso, la noticia relativa a la investigación, iniciada hace más de un año, de posibles operaciones de blanqueo de capitales en la red de un banco danés, por importe de 200.000 millones de euros, resulta verdaderamente impactante. Danske Bank es el mayor banco danés, con una cifra de activos totales, a finales del año 2017, de 549.000 millones de dólares. El asunto, que se hizo público hace ya ocho meses, fue calificado por el diario Financial Times (“Danske: Scandi noir”, 4-7-2018), como “un caso apropiado para los detectives de un drama de crimen escandinavo, si estuvieran especializados en contabilidad forense además de en homicidios”.

Desde luego, la correcta detección de operaciones de blanqueo de capitales exige una alta pericia y unos sofisticados mecanimos de alertas y controles informáticos sobre las transacciones bancarias. Según recoge Financial Times (Richard Milne, 17-10-2018), el citado banco informó recientemente de que “200.000 millones de euros en dinero de no residentes circularon a través de su filial de Estonia entre 2007 y 2015, y que una ‘gran parte’ del mismo probablemente era sospechoso”.

Como no podía ser de otra manera, un episodio de esta naturaleza viene a reflejar un fallo de las “tres líneas de defensa” establecido para la gestión y el control del riesgo en las entidades bancarias: la primera, en el propio ámbito del negocio; la segunda, a través de una unidad central especializada en la prevención del blanqueo de capitales; y la tercera, encomendada a los servicios de auditoría interna. A estas tres líneas de defensa ha de añadirse una cuarta, la correspondiente a la auditoría externa, e incluso otra más, toda vez que existe la obligación de elaborar informes periódicos de expertos independientes sobre los sistemas de prevención.

Como es bien sabido, las operaciones de blanqueo de capitales se basan frecuentemente en triangulaciones internacionales, pero las competencias supervisoras siguen recayendo en las autoridades nacionales. Así las cosas, no faltan planteamientos que abogan por articular un sistema de supervisión a escala europea. A este respecto, para Financial Times, “un cuerpo antiblanqueo de capitales de ámbito UE es sumamente necesitado para armonizar y hacer cumplir las reglas, y dirigir los recursos donde sean más necesarios. Las instituciones y los Estados miembros de la UE necesitan encontrar la voluntad política para cerrar lo que es un enorme agujero en el marco regulatorio del continente” (“Europe needs a central anti-money laundering body”, 4-9-2018).

En definitiva, como en otros muchos apartados, para aspirar a “llegar a ser Dinamarca” hay que renunciar, en parte, a ser Dinamarca para ser más Europa.

17 de octubre de 2018

El dinero soberano y el papel de los bancos

En junio de este año, se celebró un referéndum en Suiza acerca del “Vollgeld” (“dinero soberano”), en el que se sometió al electorado la propuesta de prohibir a los bancos comerciales su capacidad de creación de dinero a través de los préstamos concedidos a consumidores y empresas. La propuesta fue rechazada, aunque contó con un significativo porcentaje de respaldo.

Como en tantos otros aspectos, la crisis financiera internacional de 2007-2008 ha tenido bastante que ver en la reactivación de un movimiento conducente a acabar con el papel tradicional de los bancos. Las crisis bancarias han sido frecuentes y han ocasionado costes importantes para la economía. Mucho tiene que ver en todo ello, para lo bueno y lo malo, el ciclo del crédito bancario. En épocas de bonanza, tienden a olvidarse los riesgos, y el crédito se expande y ayuda a expandirse a la actividad económica; en épocas de declive, la financiación crediticia se contrae, dificultando cualquier viso de despegue.

Los bancos están en el centro de la dinámica económica, pero ellos mismos se ven afectados directamente en primera línea: sus cuentas son boyantes cuando el ritmo de crecimiento económico es elevado y las tasas de los impagos crediticios son nulas o inapreciables; el panorama cambia radicalmente cuando decae la actividad crediticia y se disparan los impagos. Y no digamos las dificultades que pueden surgir en el apartado de la liquidez si, por pérdida de confianza u otros factores, los depositantes reclaman en bloque sus saldos bancarios. Es en tales ocasiones cuando se ponen de manifiesto las dificultades inherentes a la actividad de intermediación bancaria y la vulnerabilidad de sus pilares. ¿Debería suprimirse el papel de los bancos como intermediarios financieros?

Los bancos están facultados por la normativa para captar recursos del público en forma de depósitos. Una posibilidad sería que sirvieran como meros custodios de los fondos recibidos, manteniéndolos en sus cámaras o en las del banco central. El dinero depositado quedaría así ocioso y no se podría prestar a nadie, lo que impediría realizar otras actividades potencialmente útiles y provechosas para la sociedad. Sería la otra cara de la moneda.


Sin embargo, la legislación obliga a que los bancos mantengan en el banco central sólo un pequeño porcentaje de los fondos recibidos como depósitos (sistema de reserva fraccionaria). El resto puede ser canalizado en forma de préstamos a los prestatarios que lo soliciten y cumplan los requisitos establecidos para la concesión. Esta operatoria plantea en sí misma un reto para los bancos, toda vez que, mientras que los depósitos son normalmente líquidos y pueden ser reclamados en cualquier momento por sus titulares, los préstamos suelen ser a largo plazo. Como contrapartida, en lugar de permanecer ociosos, los fondos depositados pueden ser utilizados por otros agentes económicos.

Hay también un elemento muy importante para el funcionamiento del sistema descrito. Por la vía de la concesión de préstamos, los bancos ejercen en la práctica la función de creación de dinero. Al conceder un préstamo a una persona, lo que hacen es consignar su importe en una cuenta, con fondos que son aceptados como medio de pago. Y hay quien considera que puesto que el dinero es un “bien público”, su creación debe estar reservada exclusivamente a la autoridad pública. Una vía directa y segura sería privar a los bancos de su facultad de creación de dinero mediante la concesión de préstamos. No obstante, la referida caracterización del dinero como bien público (realmente, colectivo) puede ser matizable: una cosa es la cantidad total de dinero y otra el dinero en sí.

La anterior es, en suma, la propuesta del “dinero soberano” y, realmente, tiene poco de novedosa. Fue una iniciativa estelar de los economistas de la Universidad de Chicago en la época de la “Gran Depresión”. Una figura tan destacada como Irving Fisher defendió el “Plan 100%” (reservas por depósitos del 100%) en 1936.

Los promotores del referéndum suizo cuestionan que, en un sistema de reserva fraccionaria, la cantidad de dinero que circula en la economía esté determinada en gran medida por los bancos privados y sus decisiones, supuestamente maximizadoras de su beneficio, sobre cuándo y cuánto prestar.

La garantía de mantenimiento de un tamaño apropiado y estable de la oferta monetaria, de forma que se eviten los ciclos crediticios, es otra de las motivaciones esenciales. A este respecto, se parte de la premisa de que la banca con reserva plena o, lo que es equivalente, la nacionalización de la oferta monetaria, permitiría un manejo cabal y siempre ajustado a las circunstancias.

También se apunta como ventaja la erradicación del problema de las fugas de depósito que, en períodos de crisis, afecta a las entidades bancarias, toda vez que los depósitos estarían plenamente respaldados por el banco central. Puestos a manejar directamente la cantidad de dinero, en caso de necesidad, el banco central siempre podría practicar la política de “dinero de helicóptero” asentando en las cuentas de los depositantes saldos monetarios a su disposición.

Incluso algunas propuestas recientes van más allá y, de aplicarse, harían innecesaria la labor de los bancos también como depositarios. Cualquier persona podría abrir una cuenta directamente en el banco central, que sería el encargado de los registros contables y de la instrumentación de pagos a través de soporte digital (ecash).

La vertiente del crédito requeriría de una consideración específica. ¿Quiénes y cómo desempeñarían las distintas fases que integran el ciclo de una operación de crédito? Desde luego, el dinero ya no sería prestado por los bancos, que, en el mejor de los casos, quedarían limitados a captar recursos para colocar en instrumentos financieros elegidos por los clientes, tales como fondos de inversión. Para los detractores de la propuesta, el remedio sería peor que la enfermedad.

En lugar de vetar la actividad crediticia de los bancos, una línea más comedida se decanta por mejorar la regulación pública e incrementar sustancialmente los requerimientos de capital puro de las entidades bancarias. El debate acerca de cómo ello puede afectar a la disponibilidad del crédito y al tipo de interés sigue abierto.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)


13 de octubre de 2018

Los atascos de tráfico: entre la economía y la psicología

He de comenzar este artículo confesando mi pavor ante los atascos de tráfico. Quizás en parte obedezca a la falta de costumbre. Cuando algo se internaliza en nuestra rutina solemos asumirlo de otra manera, como algo normal. Hace años, cuando viajaba a Madrid en avión y me veía atrapado en las caravanas que se formaban para acceder al centro de la gran urbe, me preguntaba cómo los “commuters” eran capaces de habituarse a ese suplicio cotidiano.

Más recientemente, una exalumna de la Facultad de Económicas de Málaga me contaba que, la primera vez que viajó a Los Ángeles para una estancia formativa, había alquilado un coche a retirar en el aeropuerto y, desde allí, no dudó en adentrarse en los sinuosos “scalextrics”, hasta llegar a la residencia donde iba a alojarse. Yo jamás, ni siquiera a su edad, me habría atrevido a planear semejante proeza. Me acordé de ella al ver la escena inicial de “La La Land”. Sin duda, afrontar situaciones de ese tipo puede resultar mucho más valioso en la vida que acumular conocimientos teóricos. Espero que le haya ido bien en su trayectoria profesional, y también que si, por una remota casualidad, llegara a leer este texto, me lo hiciera saber.

Pese a la aversión a sufrirlos en la realidad, los atascos de tráfico son un tema de estudio apasionante y lleno de alicientes. Las carreteras son un ejemplo útil para ilustrar el concepto de bien colectivo impuro, sujeto a congestión.

A partir de un determinado volumen de tráfico, la incorporación de vehículos adicionales a una vía de circulación origina un coste para los demás conductores en la forma de una menor fluidez de tráfico. Se trata de un caso típico de externalidad o efecto externo, de carácter negativo. Éste consiste simplemente en que, cuando alguien lleva a cabo una acción, ésta origina algún perjuicio a otra persona, sin que tal inconveniente se recoja en el precio que, en su caso, paga por realizar dicha acción. Por supuesto, en este ámbito se dan efectos cruzados, ya que todos los conductores generan un coste para los demás.

La receta tradicional propugnada por los economistas para tratar de corregir los efectos externos negativos es la de establecer una carga, mediante un precio o una tasa, que refleje el coste que se está originando al resto de personas. Algunas ciudades vienen aplicando una tasa por congestión que recae sobre los vehículos que circulan por las zonas delimitadas. En un artículo de The Economist de fecha 25 de agosto de 2018 se menciona el caso de Londres, cuyo sistema, según se indica, adolece de tres deficiencias: i) el importe que se paga es de cuantía fija por acceder al centro de la capital, sin que se module según la hora y, consiguientemente, la densidad del tráfico; ii) se trata por igual a los vehículos de servicio público que a los de los particulares; iii) no se reconoce que los problemas de congestión del tráfico y de contaminación son diferentes; también los vehículos no contaminantes provocan congestión de tráfico.

Otro artículo de The Economist, de fecha 8 de septiembre de 2018, da pie para seguir reflexionando acerca de los atascos de tráfico. En él se nos describe el sobrecogedor panorama de aquellas ciudades del mundo donde los atascos constituyen un elemento casi permanente del paisaje urbano, pero a escala descomunal. Ciudades como El Cairo, Delhi, Daca, Yakarta, Lagos, Manila, Naironi y Sao Paulo se llevan la palma. Sin embargo, según el ranking elaborado por Inrix, una compañía especializada en el análisis de datos de tráfico (www.inrix.com), fueron los “commuters” de Los Ángeles los que afrontaron un mayor número de horas en atascos de tráfico en el año 2017 (102), por delante de Moscú (91) y Nueva York (91). En ese ranking de 1.360 ciudades del mundo, en el que no se incluye Málaga, Madrid aparece con 42 horas, Sevilla con 25, y Zaragoza con 13.

Según las estimaciones de Inrix, los retrasos en el tráfico originaron un coste de 19.200 millones de dólares a la ciudad de Los Ángeles en 2017, y de 33.700 millones de dólares a la de Nueva York, con una cifra media por conductor de 2.900 dólares aproximadamente en ambos casos. En una ciudad más comparable, en términos poblacionales, a Málaga, como es Liverpool, las cifras respectivas fueron 273 millones de libras y 1.101 libras.

En el segundo de los artículos de The Economist mencionados se apunta un aspecto interesante y controvertido. Frente a la idea de que resultar afectado por la densidad del tráfico es un despilfarro, “ver los atascos de tráfico como una pérdida de tiempo es ignorar algo. Para los economistas, cada hora empleada en el tráfico es una hora no empleada en algo productivo. Pero en las ciudades con el peor tráfico, esto no siempre es verdad. Ni está claro que a las personas les desagraden tanto los atascos como dicen”. A este respecto, se aportan ejemplos de personas que convierten su tiempo de desplazamiento en un “espacio de aislamiento individual” o en una oportunidad para desarrollar algunas actividades. En fin, la capacidad de adaptación a las más diversas circunstancias da mucho de sí.

Dicho artículo, a pesar de su brevedad, nos ofrece una serie de perspectivas sugerentes para abordar el análisis del tráfico. Y, más allá de su contenido, nos brinda una externalidad positiva, la invitación a hacer una incursión literaria, a la búsqueda del cuento de Cortázar “La autopista del Sur”. En sus primeras líneas podemos leer que “… Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista del sur un domingo por la tarde…”.

Hace mucho tiempo, en junio del año 1979, tuve ocasión de vivir esa experiencia. Desde ese recuerdo lejano puedo verificar que la descripción del escritor argentino no era un cuento. Se puede tener aversión al tráfico, pero, insospechadamente, también, circunstancialmente, alguna añoranza.

11 de octubre de 2018

Enfoques de la docencia: el conocimiento en acción

Andreas Schleicher, director del departamento de Educación de la OCDE, ha visitado recientemente España. Sus planteamientos acerca de los programas educativos, y la forma de organizar y desarrollar la enseñanza son siempre de gran interés. De ellos pueden extraerse instructivas lecciones, como he tenido ocasión de señalar en alguna ocasión (“Lecciones para educadores”, diario “Sur”, 22-10-2013).

Sus puntos de vista sobre cuestiones relevantes de la educación, con motivo de su última visita a España, han sido recogidos en entrevistas publicadas en distintos medios de comunicación, como el diario “El País” (10-10-2018). Una de las manifestaciones más significativas contenidas en dicha entrevista, realizada por Elisa Silió, concierne al proceso de adquisición del conocimiento. Concretamente, en relación con los resultados del PISA, señala que de éstos se derivaría una crítica a España “por centrarse en la reproducción del conocimiento. Los españoles son los mejores en recordar hechos, cifras… pero flojean en el pensamiento creativo, en resolver problemas o en aplicar conocimientos a situaciones nuevas”.

No voy a entrar ahora a referirme a la metodología que, dentro de ese enfoque, he tratado de llevar a cabo a lo largo de mi trayectoria docente, y que he plasmado en diversos textos. El ejercicio de la docencia tiene escaso reconocimiento, más allá de las apreciaciones que puedan tener sus destinatarios, pero tiene la enorme ventaja de disponer de bastante autonomía para ajustar los contenidos, adaptar la forma de transmitirlos, y fomentar el pensamiento crítico. Por supuesto, una cosa es lo que uno pretende y otra lo que consigue, en el marco específico en el que ha de desenvolverse.

La lectura de la entrevista invita a diversas reflexiones; en mi caso, además, me lleva a evocar un agudo contraste de perspectivas docentes, la ya mencionada y la sostenida por la directora del centro al que asistí en una primera etapa del ciclo educativo. Entre otras materias, aquella directora impartía las clases de Historia, bajo unas premisas muy claras y contundentes. De manera muy solemne, postulaba que la clave para su estudio radicaba simplemente en recordar “fechas, reyes y batallas”. 

Al cabo de los años, a partir de las vivencias, de uno y otro lado del aula, cada vez me queda más patente la trascendencia de la herencia -traducida en activos o en pasivos netos- que dejan quienes ejercen las responsabilidades docentes.

6 de octubre de 2018

El conocimiento de los productos financieros: la paradoja de la cuenta de ahorro

La Encuesta de Competencias Financieras (ECF) promovida por el Banco de España y la CNMV ofrece información de gran relevancia acerca de los conocimientos y hábitos financieros de la población española. Sus principales resultados fueron objeto de comentario en una entrada de este blog de fecha 27 de mayo de 2018.

En una jornada reciente organizada por el proyecto de educación financiera Edufinet (5 de octubre de 2018), en la exposición de las principales conclusiones de la Encuesta, Gloria Caballero, Subdirectora de Educación Financiera de la CNMV, ponía de relieve un resultado un tanto sorprendente: el producto financiero menos conocido (dentro de los incluidos en el estudio) por los ciudadanos españoles es la cuenta de ahorro o imposición a plazo (capítulo 3 de la ECF 2016). De hecho, un 27% de los encuestados no había oído hablar del mismo, mientras que los porcentajes de desconocimiento son inferiores o muy inferiores respecto a otros productos (acciones, 10%; planes de pensiones, 11%; seguro de vida, 3%; hipoteca, 2%; renta fija, 22%; fondos de inversión, 16%).

Ciertamente, de manera especial para aquellos que hemos vivido de cerca el desarrollo del sistema bancario a lo largo de las últimas décadas, dicho resultado es llamativo, aunque en parte puede obedecer a las transformaciones registradas en la estructura de los instrumentos financieros utilizados por las familias al hilo de la modernización del sistema y de la propia economía española. Ver en esa posición al que otrora era un producto estrella no deja de ser una invitación para tomar conciencia de los cambios vividos y hacer balance de las hojas del calendario que se han ido acumulando.

En otros tiempos, la tangibilidad de la libreta era un atributo muy demandado como respaldo de la materialidad de los ahorros. Sin embargo, las dudas no se disipan, sino que se acrecientan, cuando comprobamos cómo el grado de desconocimiento del producto no sólo no disminuye sino que se acentúa con la edad (ECF 2016, cuadro 4, página 28). En cualquier caso, la distinción entre la cuenta de ahorro a la vista y la imposición a plazo fijo llevaba en la práctica a la oferta de dos productos diferenciados.

Pero mayor es la sorpresa cuando, a pesar de lo señalado, comprobamos que la cuenta de ahorro es el vehículo de ahorro más frecuente entre los individuos, que, en un 26%, lo tienen como activo. La tasa de éxito es, pues, notoria, de un 35% (si calculamos el porcentaje de tenencia respecto al de conocimiento declarado del producto, bajo la hipótesis de que todo el mundo “ha oído hablar” de todos los activos que posee). Dicha tasa es mucho más baja en otros instrumentos, como los fondos de inversión (10%). 

Al margen de lo expuesto, la cuestión más importante es si es pertinente establecer una equiparación entre el “conocimiento” de un producto y “haber oído hablar” del mismo. A simple vista, parece evidente que los porcentajes de dicho conocimiento (que van del 73% -depósitos- al 98% -hipotecas-) son bastante superiores a los del grado de conocimiento efectivo de las características concretas de los instrumentos. En este sentido, podría ser interesante, en futuros estudios, complementar las preguntas relativas a la familiarización con los distintos productos con otras encaminadas a contrastar el conocimiento de los rasgos esenciales de cada uno y la capacidad de diferenciar adecuadamente entre ellos.

3 de octubre de 2018

Los riesgos de las publicaciones científicas: el caso de las revistas predatorias

Quienes están o han estado implicados en una carrera académica conocen bien la importancia de ir acumulando publicaciones, preferiblemente en las revistas de mayor reconocimiento y prestigio. Aunque sea una palabra maldita, su uso es útil y hasta inevitable para describir un sistema de funcionamiento, o, más concretamente, el proceso para la determinación de la producción de un bien o un servicio. Existe un “mercado” para las publicaciones de carácter científico: hay una demanda -supuestamente de obras originales de calidad- por parte de los editores; también, una oferta, proveniente fundamentalmente de profesores universitarios y de otros investigadores.

Las fuerzas que actúan sobre la oferta hacen que ésta sea abundante y heterogénea. Las publicaciones son la llave del éxito académico y también incluso un reclamo para exonerar a los profesores total o parcialmente de su “carga” docente. Cuando ocurre esto, no hace falta decir mucho más respecto a la consideración que se otorga a esta otra vertiente de la actividad universitaria.

Dado que más allá del autocontrol, o de los filtros establecidos en origen por los centros de investigación, no es posible dilucidar “a priori” si un trabajo reúne los requisitos mínimos para merecer ser difundido en la comunidad académica, es práctica ya antigua, y cada vez más extendida, que los editores, antes de aceptar la publicación de un original, recurran a un procedimiento de evaluación. Ésta se basa en los informes emitidos por especialistas de los campos correspondientes, por los denominados “pares” (“peer review”). Naturalmente, para que el proceso garantice un resultado adecuado, es decir, que no se rechacen buenos trabajos ni se acepten otros sin calidad suficiente, es necesario que se cumplan algunas condiciones, entre ellas las siguientes: i) competencias adecuadas del comité editorial; ii) respeto estricto de los principios de la ética científica; iii) capacidad científica contrastada de los evaluadores designados;  iv) que no se conozca la identidad de los evaluadores (evaluación anónima); y v) que los evaluadores no conozcan la identidad del autor (evaluación ciega).

Aun cuando se cumplan estos requisitos, diversos experimentos reales han puesto de relieve que el sistema tiene fallas, como lo demuestra la publicación en revistas especializadas de trabajos impostados bajo la apariencia de una impenetrable sofisticación. Por otro lado, el requisito de la “ceguera evaluadora” dista hoy muchas veces de su cumplimiento en la medida en que trabajos supuestamente inéditos sometidos a evaluación han circulado ya, con todo lujo de detalles, a través de documentos de trabajo u otros soportes. Y, por supuesto, es difícil valorar sin un conocimiento fidedigno si pueden darse prácticas de “lobbying” dentro de algunos círculos académicos influyentes que pudieran allanar el a menudo arduo camino de las publicaciones.

Evaluar rigurosamente un trabajo de investigación es una tarea compleja y costosa, sobre todo teniendo en cuenta que los especialistas a los que se encomiendan las evaluaciones no suelen dedicarse exclusivamente a dicha labor. Por tal motivo, algunas revistas muy solicitadas suelen poner trabas para el envío de originales, en la forma de cánones cuyo importe, en ocasiones, se retorna a los autores en caso de que los trabajos sean aceptados.

En definitiva, las revistas sujetas a evaluación desempeñan una función útil para la comunidad científica y para la sociedad; representan un indicio, una señal de que los textos publicados han superado los estándares académicos. En aquellas donde no se aplica el filtro evaluador no existe esa supuesta garantía de calidad. Sin embargo, ello no significa necesariamente que sus textos no la tengan, pero la tarea de su comprobación se deja a los lectores y, de antemano, estarán abocados al ostracismo y al desprecio por los más significados miembros de la academia.

El sistema de la “evaluación por los pares” no es perfecto, pero sin duda ofrece importantes ventajas, y no parece que vaya a suprimirse, sino más bien, aunque con matices, todo lo contrario. Y en un mercado tan singular como el descrito han comenzado a aparecer nuevos agentes que tratan de aprovechar las oportunidades existentes, fundamentalmente derivadas de la necesidad de publicación por parte de los investigadores. Así, hay ya empresas -e incluso gabinetes creados “ad hoc” por las propias universidades- que asesoran en el proceso de sometimiento a evaluación.

También han hecho acto de aparición nuevas revistas que operan de una manera un tanto “sui generis”. Se trata de proyectos editoriales muy proactivos, que, aprovechando las facilidades de información que brinda Internet, salen de caza. Las ponencias presentadas en congresos constituyen un buen punto de partida dentro de esa estrategia. Así, lo primero es hacer una incursión por las páginas web de foros recientes y localizar trabajos con apariencia aceptable. Lo siguiente, dirigirse por correo electrónico a los firmantes del trabajo y plantearles el interés de la revista en la publicación del documento, sujeto a la superación de una evaluación anónima y, accesoriamente, al pago de un derecho económico por el proceso de edición.

Dados los altos costes transaccionales y de gestión que conlleva lograr una publicación de corte académico, encontrarse con semejante opción es casi una bendición para cualquier investigador que trate de engordar su currículo. Si, además, la revista tiene un nombre respetable o hasta imponente, dispone de un sitio web y cuenta con una cierta trayectoria, con contenidos visibles y aparentemente meritorios, quién puede resistirse a esta alternativa tan tentadora. Los autores no conocen el importe del canon a desembolsar, pero cabe pensar que será de un importe moderado, a tenor del formato electrónico de la publicación. Probemos suerte, pues, confiemos en que los jueces no sean demasiado castigadores, esperemos el veredicto, y a otra cosa, mariposa, que queda mucho por completar el currículo.

Después de unas semanas de espera impaciente, llega por fin el correo del editor con la buena nueva de que la revista, tras el dictamen de evaluación, ha decidido aceptar el texto remitido. Resulta un tanto extraño que no se acompañen los informes de evaluación y que los evaluadores no hayan puesto ningún tipo de objeción. Bueno, realmente es lo que deseábamos en el fondo, podrían pensar los autores, que ya se esforzaron bastante, estiman, en su elaboración. La otra sorpresa es de otro tenor, aunque también incómoda en su expresión pecuniaria, ya que el coste, que supera los 1.000 dólares, excede claramente de las expectativas iniciales. Aun así, la realización de un análisis coste-beneficio (desembolso económico, casi exclusivamente, vs. publicación en una revista internacional) invita a confirmar el trato. Adelante, nuevo mérito al zurrón, el progreso académico continúa. La verdad es que esto de las nuevas tecnologías tiene una serie de aspectos positivos para los sufridos investigadores.

Pues bien, aunque nuestros investigadores han actuado de buena fe, en lugar de acumular un mérito han introducido sin querer una lacra en sus hojas de servicios, toda vez que han caído en las garras de una revista predatoria, una nueva especie surgida en las turbulentas aguas de las publicaciones académicas. No importa ya que su trabajo fuese de calidad aceptable; su trayectoria queda mancillada por el descrédito. La próxima vez, antes de disponerse a remitir un original, han de cerciorarse de que el medio no figura incluido en la lista de las nuevas aves predatorias. Y no les faltará razón, a aquellos preocupados estrictamente por la difusión del conocimiento, si consideran que es preferible decantarse por una publicación que explícita o implícitamente indica que no utiliza evaluaciones que por otra donde la evaluación sea simulada.

El semanario The Economist, en su número de fecha 23 de junio de 2018, hace un análisis del problema de las falsas evaluaciones en algunas revistas de orientación académica. El título es de por sí significativo, y podríamos traducirlo de la siguiente forma: “Publica sin que te veas condenado por ello”. En dicho análisis se destaca que un creciente número de revistas que proclaman que se rigen por el sistema de evaluación realmente no la llevan a cabo. Esto ha propiciado que muchos académicos tiendan a engrosar sus relaciones de publicaciones con trabajos que no habrían superado tal escrutinio. Nada menos que un total de 8.700 revistas engrosan la lista negra elaborada por algunos académicos, en tanto que el número de textos “cuestionables” se eleva, según recoge The Economist, a la cifra de 400.000 al año.

Ante este panorama anómalo y desconcertante, algunos investigadores, todavía en posición minoritaria, abogan por eliminar completamente el sistema de evaluación anónima, sustituyéndolo por un proceso de inspección totalmente abierto y transparente. Aunque es cierto que, como apunta The Economist, el anonimato suele ir acompañado de una mayor honestidad a la hora de emitir juicios y valoraciones, no son pocas las ventajas que tendría el esquema de difusión sin trabas y de evaluación abierta. Entre ellas, la de evitar los engorrosos trámites que supone un proceso de evaluación convencional, además de sus patentes deficiencias y limitaciones. La posibilidad de crítica plural sería altamente beneficiosa y, además, nada impediría, como de hecho hacen ya algunas plataformas, ofrecer la posibilidad de preservar la identidad de los comentaristas. Y, por qué no, siempre sería de agradecer la actitud vigilante de algún justiciero enmascarado que fuera competente, ecuánime, incorruptible e insobornable.

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